¿Se acabó el abuso?
En su texto de culto “El artista suficientemente bueno: más allá del artista de vanguardia”, Donald Kuspit hirió para siempre la megalomanía henchida de ese tipo de artista. Kuspit desnudó el narcisismo histriónico de las dos tipologías básicas en que se expresaba el artista de vanguardia: la presunción de reeducación social, y el personalismo que halla en el sufrimiento un escudo frente al mundo, que le abra las puertas del mundo. El teórico explicó suficientemente bien la estrategia de reversión/autolegitimación que sigue, con puntualidad, el artista de vanguardia: zaherir la Academia, demonizar todo aquello que huela a institución y a orden, para, con el tiempo de la desmesura, ir consiguiendo el ingreso en la institución, el confort y la “Academia de la vanguardia”, esa patética paradoja.
El artista posvanguardista lo primero que intenta desterrar es la neurosis que su precedente llevó, francamente, a la psicosis. Kuspit, y no sólo Kuspit –nadie es tonto; todo el mundo sabe por dónde le entra el agua al coco–, se percató de que el artista de vanguardia explotaba una empatía neurótica con el mundo. Una antipatía que no dejaba de ser empática, desde luego. Para resultar un artista de vanguardia, de una militancia fuera de la menor duda, había que desafiar y desautorizar el mundo –valga decir, el entorno social– y el mercado, ese monstruo negro. Eran las dos formas garantes de estar a bien, en el fondo, con el mercado y, por consiguiente, en el mundo. Los dos procedimientos exactos para encauzar la ira y la rebeldía vanguardistas (dones requeridos como galones) eran la iconoclasia (la apología de la ruptura, llamada por Bonito Oliva “darwinismo lingüístico”) y el sufrimiento. El patetismo del sufrimiento, del retiro dramático, del pliegue, de la bohemia que no claudica ante la concesión que implicaría el pacto con el orden social y mercantil. El pecho henchido, el rasgado de las vestiduras en la primera plaza pública, el cuerpo mismo del vanguardista como depositario del martirio.
El artista posvanguardista, el “suficientemente bueno”, desea pasar de esa autocomplacencia disfrazada de rebeldía. Entiende que negociación no quiere decir capitulación; como adaptabilidad no implica, necesariamente, concesión. El “suficientemente bueno” (ASB en adelante) adquiere una seguridad que le permite negociar e intentar una cierta adaptabilidad al mundo, en términos de una relación íntima con él, que no deja de ser crítica, reflexiva, aunque no, eso no, patética, totalista, oportunista. El ASB busca el modo de encontrar su lugar en el mundo, fuera de las fórmulas fáciles del AV. Se percata entonces de que hay que batallar duro en un mundo de altísima competitividad, donde, como él, hay cientos de ASB que no hallan la coartada anterior del sufrimiento o de la reeducación de las masas. Hay que competir en buena lid, a golpe de talento, de exclusividad y de profesionalidad en el marketing, cómo no.
En esta última línea, aparecen dos problemas. Primero de ellos: ¿Cómo conseguir imagen de exclusividad en una época en que ha muerto el mito de la originalidad y hoy más que nunca se vuelve fantasma trasnochado, chocho? En un mundo caníbal, donde la cultura opera como un tejido denso, espeso e interactuante, en el que todo el mundo tiene de todo el mundo y el plagio llega a ser una tipología de la intertextualidad, ¿cómo interceptar las redes del mercado? ¿Con qué tipo de imagen? Llega entonces el eufemismo, la solución tranquilizante: Con singularidad.
La singularidad es un término blando, no cortante, que no se mete con nada ni con nadie. Usted no debe pretender la originalidad porque resultaría ridículo, desfasado, un dinosaurio en conserva; usted debe resultar singular, en una época en que los códigos no están viciados sino vaciados a fuerza de colmados. ¿Qué quiere esto decir? Ya hubo de todo: Modernidad, Posmodernidad y continuidad crítica y repensada de la Modernidad; vanguardia, neovanguardia y transvanguardia. Y ahora, ¿qué? Como dicen los Van Van: Y después de todo, ¿qué? Yo me duermo solo, y tú de cama en cama. De código estético en código estético. Hubo pintura figurativa y abstracta, mediaciones, interflujos, n variantes de lo figurativo y de lo abstracto, montajes; collage y decollage; conceptualismo y posconceptualismo; regreso a la fascinación y la contemplación; logocentrismo y crisis del logocentrismo; arte efímero e ironía de recolocación de la memoria; reproducción y crisis del aura de la obra única, democratización de la cultura, y vuelta a técnicas que zorrean otra vez con la perdurabilidad y la trascendencia; expresionismo y neoexpresionismo; el rejuego y la recontextualización del objeto no tuvo problemas en volverse cosa santa, museable, comerciable; la instalación es ya hoy un modo de expresión tan “tradicional” como la pintura o la fotografía. La performance es cosa natural, de todos los días.
En este escenario de la pluralidad y el ciclo, de la convivencia que intenta ser pacífica, lo que impera es la noción de repertorio. Ya no la de tendencias o corrientes hegemónicas sino la de repertorio estético y lingüístico; modalidades del decir artístico. El artista tiene a disposición un vasto repertorio de posibilidades históricamente probadas, y, todo lo más, debe tantear la suerte al batir todo eso, o alguna de las partes, de un modo “singular”.
Ese coro de posibilidades a menudo toca a rebato, es claro. ¿Cómo se produce la jerarquización o la decantación (necesarias, por más que nos suenen a resabios modernos), en medio de la competencia de talentos suficientemente preparados para enfrentar la movilidad del mercado? Es ahí donde los medios y las mediaciones adquieren un valor determinante; de hecho, esgrimen o suponen juicios de valor que resultan aplastantemente decisivos. El mercado y la crítica hacen bastante más que lo suyo: lo suyo y lo que antes no les correspondía. Más el primero que la segunda, honestamente. Si la crítica no tiene un estatus internacional de curaduría competente, palabras son palabras, adjetivos son adjetivos, interpretaciones no pasan de interpretaciones. El curador o comisario capaz de interceptar los centros de poder artístico –desplazados, cambiantes, pero que se mantienen y no con poca fuerza– constituye la figura de prestigio mayor. El dealer y el representante, junto al curador o comisario, junto a los directores de galerías, de museos importantes, de bienales, marcan los focos y el paso del arte contemporáneo. Estructuran, generan los mapas.
Es una pelea desleal. El ASB (¡no sé por qué estas siglas me parecen medio nacionales, algo así como la Asociación Hermanos Saíz; o medio biológicas, tipo ADN!) tiene que emplear su bondad en seducir, más que al conocedor competente, o a la institución exigente, a la red que frecuenta la corriente principal, llegar en el instante justo; estar dispuesto a saciar la sed de distinción que puede animar al mejor postor. Buscamos “pintura narrativa”, o videos progre, y allá va eso. Bien que, todo sea dicho, algunas veces coinciden lo uno y lo otro: el mejor postor, en términos de capital cultural, es un portento de profesionalidad. Pero dar con él es más una cuestión de azar y suerte, de tiro de dados, que de talento. Talento tiene mucha gente que, ciega, sale a competir todos los días, a ver si a lo mejor para el año que viene, lo bueno sucede.
Éste ha sido el precio de la libertad. Ya no hay demasiadas tiranías estéticas. Para triunfar ya no hay que hacer pop, o hiperrealismo, o conceptualismo, o nueva figuración, o neoexpresionismo. No necesariamente. Se puede hacer de todo y sin medida. Sólo hay que ser ASB, trabajar sesudamente desde la calidad, y aguardar. El patetismo y la reeducación ya no dan resultado. Hay que fajarse a golpe de calidad genuina, sin muletas políticas o sentimentales. ¿Cómo se tasa esa calidad? ¿Cómo se lee; cómo se calibra o justiprecia?
El precio de la libertad resulta altísimo: muchos artistas desfallecen en el asfalto, como parte de una competencia terrible. Sorda. Ahora sí hay que luchar al duro y sin guante. ¿Se acabó el abuso? Justo ahora que el auténtico esplendor depende más de razones cualitativas alejadas de posturas oportunistas, el valor y la colocación dependen menos de la obra misma que de su contexto y actores de legitimación. Parece una trastada; una ironía del destino. Llegó la marea alta, y todo el mundo bocabajo.
Todavía hoy se encuentra uno, no obstante, a algún altanero que intenta seguir la tradición de vanguardia, suponer que lo “alternativo” o lo “experimental” (esos resabios de los márgenes adolescentes) pueden garantizar el éxito; o algún performer que trata, con una acción, de trastocar el orden o el desorden; o algún prepotente que intenta mofarse de las emociones de la gente, toda vez que el cinismo sigue reportando (se presume) un pasaporte a la movida avant-guard.
No resta sino esbozar una sonrisa y continuar luchando sobre el asfalto. Hoy todo es bastante más complejo que el ademán de vanguardia del último –y ebrio– bohemio.