YANAGI YUKINORI (Japón)Mercosur, 2011 / 8a Bienal del Mercosur / Muestra Geopoéticas, Cais do Porto / Fotografía: Lívia Stumpf-indicefoto.com
8a Bienal del Mercosur / Cais do Porto / Fotografía: Flávia de Quadros-indicefoto.com
JOÃO GENARO (Brasil)La miel es más dulce que la sangre / 8a Bienal del Mercosur / Casa M, proyecto Vitrina / Fotografía: Camila Cunha-indicefoto.com
MANUELA RIBADENEIRA (Ecuador)Tiwintza Mon Amour, 2005 / Instalación (Detalle) / 8a Bienal del Mercosur / Muestra Geopoéticas / Fotografía: Flávia de Quadros-indicefoto.com
8a Bienal del Mercosur / Casa M, programa Combos / Cuerpo, sujeto, performance / Luciana Paludo, Daniel Colin y Edson Luiz de Souza / Fotografía: Lívia Stumpf-indicefoto.com
Irene Kopelman (Argentina)La morfología del paisaje determina sus vistas / 8a Bienal del Mercosur / Muestra Más allá de las fronteras / Museo de Artes de Río Grande do Sul (MARGS) / Fotografía: Cristiano Sant´Anna-indicefoto.com
Luis Ernesto Meyer Pereira, director de la Bienal de Vento Sul, Curitiba, visita las exhibiciones de la 8a Bienal del Mercosur/ Fotografía: Camila Cunha-indicefoto.com
BERNARDO OYARZÚN (Chile)Caligrafía (Caracteres guaraníes), 2011 / Instalación / 8a Bienal del Mercosur / Muestra Cuadernos de Viaje / Fotografía: Cristiano Sant´Anna-indicefoto.com

¿Cuál es el papel de los espacios de producción y circulación del arte contemporáneo con relación a un orden territorial balcanizado por la economía de mercado, a la diversificación cultural y a la disgregación de sus espacios políticos?

El largo trabajo social volcado en la construcción de imaginarios y en el zurcido de memorias locales constituye la fuerza que predispuso al arte de los años noventa, en América Latina, hacia una dirección epistemológica, hacia una preocupación vertida al autoconocimiento crítico, estimulando en algunos creadores una obsesión ontológica por las identidades como sujetos de reflexión.

Por otra parte, desde que las distintas escenas en el continente comparten el signo de la discontinuidad –cultural, política y territorial– se torna más decisiva la noción del arte como producción simbólica en interfaz, que actúa en las grietas de aquellas discontinuidades operando con identidades culturales inestables, transfronterizas, y que además es propensa a circular en redes translocales como las del coleccionismo, de las galerías, de las bienales, de las ferias, de los talleres y “clínicas”, así como a través de los circuitos más específicos de museos y universidades. En este sistema de intercambios se mezclan distintas formas de asimilar los procesos de la modernidad y diversas herencias histórico-culturales. Por eso es necesario repensar la esfera de la creación como una parte sustancial de la esfera pública, que involucra al estado y a la sociedad civil en una dialéctica constructora de ciudadanía y de tramas simbólicas intergrupales. Sin embargo, los más dinámicos procesos en cuanto a producción, transferencia y circulación del arte contemporáneo en nuestra región, tienden a producirse fuera de la institucionalidad, alojándose en ciertas redes flexibles, cambiantes, que acosan desde lugares imprevistos la inercia anacrónica del aparato estatal heredado, dando lugar a un territorio más dinámico, parainstitucional.

En tal sentido las escenas locales de producción y circulación del arte no caben en la definición de “campo artístico” establecida por la sociología de Pierre Bourdieu, ya que no tienen límites institucionales precisos ni se rigen por relaciones de poder intrínsecas al campo, sino que resultan del cruce –sobre un determinado territorio– de distintas dinámicas en las que intervienen la industria cultural, las redes sociales de pertenencia y formación de ciudadanía, el grado de inscripción a circuitos del mercado internacional, las tradiciones de producción simbólica regionales, entre otras circunstancias.

Estas escenas están, de algún modo, sujetas a factores que actúan como elementos normativos (o reguladores) derivados de una condición territorial: un genius loci entendido ya no como categoría esencialista, inmanente y estática, sino como concepto generativo que registra las yuxtaposiciones de sentido, el palimpsesto que testimonia las relaciones conflictivas entre lo local y lo global. Si este orden local tiende a la regulación de los agentes culturales, políticos y económicos actuantes en su territorio, el orden global ejerce sobre él una acción centrífuga, desreguladora.

Tal bipolaridad no solo se manifiesta en el aspecto económico-administrativo de los territorios, sino que al ser, sobre todo, una tensión de orden simbólico, es asumida de pleno por las prácticas del arte, en tanto ellas son potencialmente portadoras de un cuestionamiento al poder seductor y anestésico de las metáforas operadas por el mercado, afirmativas del sistema de valores capitalista neoliberal global.

¿Cuál es entonces el papel de los espacios de producción y circulación del arte contemporáneo en relación con un orden territorial balcanizado por la economía de mercado y marcado tanto por la diversificación cultural como por la disgregación de sus espacios políticos?

Para abordar este punto me parece pertinente un parcial vistazo histórico de la cuestión.

Las élites intelectuales nacionales que fueron constituyéndose como soporte receptivo de las influencias europeas y como agentes de readaptación local de las mismas, modelaron espacios estéticos cada vez más autónomos, es decir, cada vez menos tributarios del espacio político estatal. Tomemos un ejemplo cercano: los primeros vínculos significativos entre agentes del campo intelectual riograndense y ciertos sectores de artistas politizados uruguayos ocurren hacia 1952, cuando algunos dibujantes y pintores de Montevideo toman contacto con Glenio Bianchetti y Glauco Rodrigues, que acababan de fundar el Club de Gravura de Bagé (Río Grande del Sur, Brasil), el que fue tomado como modelo para fundar el Club de Grabado de Montevideo en 1953. El vínculo Montevideo-Bagé propuso, a mediados del siglo xx, una plataforma tecnoestética –la del grabado como soporte de una redistribución social de las ideas de la clase media ilustrada– en correspondencia con la plataforma política de las izquierdas. Es decir, propuso una relación específica entre prácticas artísticas y campo político, que de alguna manera venía a recordar la tradición histórica de relaciones transfronterizas en la subregión riograndense del siglo xix.

Simultáneamente existieron vínculos estrechos de carácter personal y doctrinario entre artistas argentinos, uruguayos y brasileños. El “arte concreto” que propone el grupo rioplatense de la revista Arturo hacia 1944 –en el que se inserta de manera ambigua y polémica la figura de Joaquín Torres García– tiene una suerte de correlato conceptual en las obras tempranas de la artista brasileña Lygia Clark, Judith Lauand y Geraldo de Barros. Del mismo modo, a finales de la década de los cuarenta, el realismo social del pintor brasileño Cándido Portinari tuvo repercusiones en pintores uruguayos y argentinos, casi quince años después que pasara como una ráfaga desafiante por el Río de la Plata el mexicano David Alfaro Siqueiros.

Por cierto, los artistas abstracto-concretos estaban tan interesados por el colectivo social como cualquiera de los pintores que cultivaban el realismo social de corte político. Esto se verifica tanto en la preocupación del “concretismo” argentino por insertar al artista en la producción material de la vida cotidiana, como en la preocupación por los vínculos del arte con la sicología social, con la pedagogía de grupos, y aun con las patologías mentales. Así como el grupo argentino se reunía en sus inicios en la casa del sicoanalista Enrique Pichón Riviére; los artistas geométricos brasileños del primer período como Mavigner y Serpa habían trabajado durante la década del cuarenta en el programa “arte y terapia” del Instituto Psiquiátrico D. Pedro ii; y en Uruguay la artista María Freire –vinculada tanto al grupo argentino como a los concretistas brasileños– había iniciado sus exploraciones en el arte abstracto junto a las experiencias colectivas que realizó después de 1945 con sus alumnos del Liceo de la Colonia del Sacramento.

Estos hechos confirman que la gestación de un espacio estético regional entrada la década del cincuenta, tuvo lugar en condiciones que propiciaron nuevas formas de socialización de la experiencia artística. Esta socialización marchó unida a una profundización de la conciencia crítica en el momento histórico de una separación definitiva, en la región, entre el significado de los espacios estéticos y la índole ideológica de los espacios políticos.

Ahora bien ¿podríamos hablar hoy de “espacios estéticos” propugnados por ciertos sectores sociales y embanderados en determinadas tendencias con manifiestos doctrinarios como ocurrió hasta la década del sesenta del siglo pasado? Obviamente no. Mientras la i Bienal de Arte del Mercosur (Porto Alegre, 1997) dispuso una revisión histórica de doctrinas y “tendencias” en el arte regional desde 1930 hasta más allá de 1970, como un aporte crítico e historiográfico a la formación, transformación y desaparición de los “espacios estéticos” que tuvieron lugar en el Cono Sur durante aquel período, la viii Bienal del Mercosur (2011), plantea las relaciones entre espacio estético y espacio territorial dando cuenta de la balcanización de ambos, convertidos en espacios de tránsito: “con el título Ensayos de Geopoética, la octava edición de la Bienal del Mercosur trata de la territorialidad y su redefinición crítica desde la mirada del arte. Reúne artistas que realizan obras relevantes partiendo de las perspectivas geográfica, política y cultural para discutir conceptos de localidad, nación, identidad, territorio, mapa y frontera. El proyecto incluye a la ciudad de Porto Alegre […] como sitio a descubrir y activar a través del arte”. Estas palabras del curador general de la Bienal, José Roca, cumplen, en su frase final, con un requisito de rigor: “activar la ciudad”.

No hay bienal internacional de arte en el planeta que no tenga el cometido primordial de dar visibilidad política a la ciudad en la que se asienta, destacándola en el mapa económico y cultural, regional y global. La dimensión, al mismo tiempo microlocal y trasnacional que adquiere un evento de esta naturaleza, pone de relieve el desplazamiento de las dinámicas económicas y político-administrativas, desde la órbita del estado-nación al dominio de las ciudades, las localidades y sus redes. Aquí cabe señalar que, sin embargo, la financiación de las bienales y de las ferias internacionales de arte no proviene mayoritariamente de estructuras estatales o municipales –es decir, de estructuras políticas–, sino del ámbito empresarial y económico-financiero privado, cuyos intereses tienen base territorial en esas ciudades.

¿Qué puede esperarse, entonces, de las relaciones entre los sistemas de producción y circulación en el arte contemporáneo y los sistemas de integración cultural implícitos en el seno de un proyecto regional como pretende ser el Mercosur?

En primer lugar, cabe preguntarse una vez más qué grado de aplicabilidad han tenido hasta ahora las intenciones de la Red Cultural Mercosur explicitadas en diez puntos programáticos, uno de cuyos ejes centrales parece ser dinamizar la interacción geográfica y cultural de la Región, entendiendo a la creación artística y la realización de proyectos socio-culturales como un factor fundamental de integración. Este concepto se articula con el de los corredores geográfico-culturales, [...] la herramienta elegida para crear circuitos alternativos de circulación de bienes culturales que favorecen la constitución de una geografía cultural regional más amplia que aquella que se constituye en el marco de los Estados-Nación.

Lo loable de estos objetivos no coincide con los obstáculos reales para instrumentarlos de manera orgánica, ya que los filtros de aduanas en la región, la burocracia de las cancillerías, la falta de voluntad política de los organismos regionales involucrados, y la relativa balcanización de los agentes productores de bienes culturales, siguen propiciando limitaciones administrativas prácticamente infranqueables para la movilidad de obras de arte, de libros, y más aun de eventos itinerantes. Todo tiende a demostrar que estamos muy lejos, como es harto sabido, de alcanzar la “libre circulación de bienes y servicios culturales”.

La dinamización de los llamados “corredores culturales”, que no ha pasado de ser una formulación programática en el Mercosur, se hace sin embargo realidad espontánea en los “corredores de frontera”, que actúan como verdaderos espacios de libre intercambio, en los que se combinan elementos de las tradiciones populares mestizas, de los más insólitos reciclajes de la industria mediática, y donde se generan identidades en tránsito cuyos conflictos resultan inéditos y productivos desde el punto de vista cultural. Tal es el caso de la frontera argentino-boliviana, argentino-chilena, uruguayo-brasileña (con los “brasiguayos”) y el de la llamada “Triple frontera”, entre otros.1

Puede pensarse entonces que el problema no radica tanto en los “obstáculos” que ciertos factores imponen al programa cultural del Mercosur –que sin duda existen–, sino más bien en el hecho de que ese programa está “fuera de registro”, desubicado respecto a las realidades de los escenarios locales de la región. Estos escenarios toman por su cuenta –y sin formulaciones programáticas previas– la función socialmente vinculante de la cultura (en un sentido más amplio que el del “campo cultural” urbano) al margen de las “políticas culturales” y de su alarmante ineficiencia, generando zonas de interactividad que quedan fuera del andamiaje institucional mercosureño.

Lo mismo que sucede con la situación de grupos de artistas frente a las instituciones estatales –en la que los primeros han experimentado caminos independientes de intercambio, producción y gestión–, ocurre entre los productores de bienes culturales de cualquier naturaleza frente a las gesticulaciones vacías de la Red Cultural Mercosur. El orden político-administrativo necesita ser cada vez más flexible para dar respuestas funcionales a los flujos de creación, producción y circulación de dichos bienes. Sin embargo, lo sucedido hasta ahora muestra que el espacio dinámico de esos flujos deja en evidencia la rigidez de las estructuras oficiales que deberían acompañarlos.

De alguna manera, la regionalización va de la mano de la descentralización, pero si bien esta última se ha venido desarrollando más o menos simultáneamente en la región en las últimas décadas, las barreras administrativas que permanecen (e incluso en ciertos casos se han acentuado) en las fronteras políticas nacionales, constituyen un fuerte impedimento para la extensión y flexibilidad de los procesos de regionalización. En otras palabras, la autonomía progresiva que los gobiernos locales están requiriendo junto a la autonomía en sus relaciones por encima de las fronteras nacionales2, dibuja un diagrama estratégico que al superponerse sobre el mapa mucho más rígido de los estados y sus fronteras políticas, ve debilitadas sus posibilidades integradoras.

Por otra parte, algunos eventos recientes de importancia como las Bienales de Porto Alegre desde 1996, los Encuentros Regionales de Arte en Montevideo en los años 1993, 1996 y 2007, así como la Primera Trienal de Chile en el año 2009 (sin considerar en este caso la legendaria Bienal de Sao Paulo), constituyen hitos puntuales que no garantizan la continuidad de una gestión de intercambio acumulativa, pero propician situaciones de movilidad e interacción que fortalecen el perfil y la densidad productiva de las escenas locales –aun contra las dificultades en los tránsitos territoriales de los bienes culturales involucrados–, ya que brindan la posibilidad de renovados intercambios tanto entre quienes producen y distribuyen bienes culturales como entre los agentes de producción de conocimiento a escala internacional y subregional. Mientras estas iniciativas “independientes” cobran fuerza al margen de la burocracia institucionalizada en el bloque regional, los Ministros de Cultura de estos países hace quince años (desde 1996) que están discutiendo el Sello Mercosur sin saber cómo ni para qué ponerlo en práctica.

En definitiva, de lo que se trata es que la producción artística contribuya –en la dimensión simbólica que le es específica– a construir una esfera pública de carácter regional. El papel de los medios, de la industria cultural y de la producción artística contemporánea son factores coadyuvantes de singular relevancia en la construcción de dicha esfera, ya que los vínculos comerciales, empresariales, políticos y diplomáticos propiciados por el Mercosur no crean “región”, en un sentido integral de este concepto, en tanto no estimulan decididamente la circulación de las ideas y de los bienes culturales, la circulación de grupos y personas promoviendo encuentros interétnicos, así como tampoco la itinerancia de eventos especiales, talleres de producción artística y literaria, exposiciones y seminarios de convocatoria pública y de conexión entre niveles académicos comprometidos con estudios culturales de carácter transversal en la región.

En alguna oportunidad se ha sugerido3 que es el “sector cultural” el principal responsable de no haber podido encontrar aun los mecanismos administrativos eficaces para llevar adelante los acuerdos que en materia de cultura se han firmado en el Mercosur. Sin embargo, más allá de la inercia y miopía operativa existente en muchas instituciones culturales, lo cierto es que no existe un “sector cultural” como tal, salvo en el imaginario de políticas culturales que construyen territorios virtuales para agenciar sus estrategias. No existe el sector cultural porque el campo de la producción de bienes y servicios en ese rango no está –y no tendría por qué estarlo– sistemáticamente corporativizado. Y mucho menos en el caso de las prácticas artísticas que, por tratarse de acciones aisladas y no siempre conectadas entre sí –aunque involuntariamente confluyentes en los aspectos constitutivos de la subjetividad y de los comportamientos sociales– tienden a generar redes efímeras y campos de interacción dinámicos, nunca susceptibles de ser inscriptos en el orden institucional de un presunto “sector cultural” de la sociedad. Y no se trata tampoco de un problema en las “políticas culturales” del Mercosur. Renato Ortiz ha señalado, en más de una oportunidad, la distancia conceptual existente entre la política cultural como estrategia de las instituciones “duras”, y la esfera de la cultura como ámbito “blando”, constitutivo y vinculante de una sociedad. El papel de la producción artística se relaciona, precisamente, con este último espacio, capaz de llevar a cabo una función social zurcidora, productora de subjetividades “otras”. Claro está que esa producción corre el riesgo de ser canalizada por las vías convencionales de las políticas de tipo “cultural”, o de ser utilizada como vehículo de prestigio por las políticas de la diplomacia económica.

“Ninguna política cultural puede llevarse a cabo sin plantearse previamente: ¿de qué desarrollo estamos hablando? No hay una única respuesta para esto, y nos encontramos ante un cuadro de disputas por el monopolio de la definición”4. Los conceptos de desarrollo sustentable y de desarrollo integral, que han buscado incorporar los aspectos humanos y ecológicos al eje medular del desarrollo capitalista, son meros nominalismos que no llegan a ocultar el proceso ciego y lineal de un desarrollo comandado por la economía global con todas las secuelas destructivas que este proceso conlleva en las escenas locales desde ahora militarmente controladas por estrategias bélicas neo-imperialistas eufemísticamente denominadas “de baja intensidad”.

En este marco, el arte no acompaña al desarrollo económico. Más aún, el arte ni siquiera tiene que ver con el llamado desarrollo sustentable, a no ser por tener la posibilidad de constituirse en su polo crítico más urticante. En efecto, la creación contemporánea puede llegar a manifestarse como la alteridad crítica de ese desarrollo basado en la apropiación de beneficios (por más justicia distributiva que pueda existir) y en el acelerado desequilibrio que genera la carrera tecnológica sobre el ecosistema planetario.

Hoy, más que nunca, el arte y la producción intelectual han pasado a ser recursos fuertes de la economía de mercado5, pero por otra parte, han pasado a ser recursos de poder en el campo de las ideas y de las transacciones simbólicas. Al mismo tiempo que una usina de producción, constituye un corredor de intercambios en el que se mezclan distintas formas de asimilar los procesos de la modernidad y distintas herencias histórico-culturales de carácter regional. Esto hace de las prácticas artísticas un territorio especialmente apto para desempeñar, por un lado, funciones relacionadas con la mediación inter-étnica e inter-cultural tendientes a la inclusión social y a la puesta en red de las escenas locales; pero por otro lado, hace de ellas también el medio más idóneo para instrumentar una crítica al sistema en la medida que sean capaces de proponer una lógica de construcción de la subjetividad y de producción de los significados, radicalmente opuesta a la de los valores mercadológicos del neoliberalismo en su etapa actual.

En tal sentido, la construcción de una esfera pública regional debe llevarse a cabo sin retacear la puesta en escena de estos conflictos. La domesticación del arte actual acontece cuando es reducido a un vehículo de prestigio sujeto a los circuitos de la diplomacia cultural, o a una suerte de “zona franca” para el apaciguamiento y la condescendencia, donde las más drásticas tensiones sociales podrían ser reconvertidas en bienes de consumo para el tiempo y la industria del ocio. A escala regional, esto último comportaría, además, el riesgo de pretender del arte un regreso a caracterizaciones telúricas de lo local. Sin embargo, “regionalizar” las prácticas artísticas significa, indudablemente, otra cosa: supone confiarles la tarea de hacer retornar el logos y el locus al cuerpo fracturado y fragmentado de nuestras sociedades actuales sin dar la espalda a los procesos globales y sin caer en una telurización del lugar, ya que han surgido infinidad de nuevos modos de vivir la pertenencia a un territorio, definidos por vínculos afectivos y comunicacionales no necesariamente derivados del afincamiento real. Vale decir que supone, en definitiva, que aquellas prácticas asuman como suyo el cambiante campo de obstáculos y de conflictos cuyos límites redibujan permanentemente la emergente esfera pública regional.

Desde fines del siglo xix el arte ha sido considerado por la clase política, por las instituciones liberales, e incluso por la filosofía positivista, como un adorno de gracia, como el territorio estético donde tiene lugar un cierto tipo de fruición social que borra o neutraliza las conflictividades; como un campo tributario de la disciplina y la distinción social. Este criterio, a pesar de parecer perimido en el campo de la teoría y de la práctica del arte desde hace ya mucho tiempo, sigue subsistiendo hoy al amparo de un mercado fetichista y de una clase media global tributaria de la lógica empresarial y de las estrategias diplomáticas. Ante esta situación, las políticas municipales estarían en condiciones de propiciar una contracultura translocal6 opuesta a ese modelo, y, por lo tanto, de propiciar el desarrollo de prácticas artísticas cuya proyección en el ámbito regional predisponga a un nuevo tipo de autonomía del arte, no ya en el sentido que le asignaron las vanguardias históricas, sino en el de una autonomía dirigida a la construcción de sus propios públicos, al diálogo intercultural en clave poética, a la producción de subjetividades críticas y reflexivas, cuestionadoras de un sistema de mercado que anestesia y oblitera la visibilidad de los conflictos que él mismo genera.

Si aceptamos la noción de mercado en su acepción más amplia, no restringida al campo de la economía, sino referida a todos los ámbitos sociales en los cuales tiene lugar una transacción básicamente simbólica, es decir, si aceptamos que el mercado es un espacio de transacciones en las que se juegan, a través de mecanismos comerciales, esencialmente valores de carácter cultural, deberíamos adoptar esta perspectiva crítica para abordar el problema del Mercosur no solamente como región estrictamente comercial –y así está planteado en el plano declarativo–, sino, por sobre todas las cosas –y atendiendo a los antecedentes históricos indiscutibles en este sentido– como cuenca político-cultural en la que adquiere un estatus específico la subregión que podríamos llamar “cuenca cultural rioplatense”. No se trata de un concepto estanco; se trata de un punto desde donde mirar el problema regional y global como lugar de transiciones y de transgresiones; como encuentro de modernidades “otras” –que conllevan sus propios legados históricos– con los agentes de posmodernidades importadas; como cruce de complicidades étnicas y lingüísticas que ante la fricción de lo global generan sus propias configuraciones en el campo de las prácticas artísticas y culturales en general.

Junio 2011