El N’Namdi Center For Contemporary Art acogió la muestra Open Scene.

Cuando me senté a redactar el texto destinado a esta edición de Arte por Excelencias, dudé si debía o no armar una especie de crónica sobre las vivencias derivadas de la participación que tuve —junto a mi asistente profesional Deney Terry— en presentaciones convocadas dentro de mi actual exhibición, de título Open Scene, que se mantendrá hasta enero del año próximo en el importante N’Namdi Center For Contemporary Art de la ciudad de Detroit, Michigan. El contacto con un público avezado en contemplar buen arte, integrado por coleccionistas de peso, gente de la clase media y asalariados con baja posibilidad adquisitiva, además de estudiosos de esa esfera expresiva de la subjetividad, constituyó para nosotros una experiencia estimulante, completada por las conversaciones prácticas con los directivos de la institución que nos invitó. Igualmente lo fueron la asistencia a museos, galerías de arte, entidades culturales múltiples y hasta el sitio —fundado a inicios de los años treinta— del primer club de jazz de Estados Unidos, donde por insólita coincidencia sonó música popular cubana la noche que allí estuvimos.
Más que referirme al efecto que produjeron en ese ámbito mis pinturas, o a las conferencias y visitas dirigidas destinadas a descifrar la polisemia de las imágenes, creí adecuado reflexionar brevemente acerca de la recepción intensa y desprejuiciada, característica en jóvenes y espectadores de la tercera edad que acudieron no solo a mi exposición, sino que frecuentaban edificaciones donde podían disfrutar de piezas antropológicas, creaciones artísticas y objetos memoriales de muy diversa naturaleza. Hasta el Charles H. Wright Museum of African American History —que había sido sede reciente del mortuorio de Areta Franklin, y mantuvo durante varios días la veneración respetuosa a la extraordinaria cantante— recibía mucha gente interesada en saber sobre ese extendido componente étnico de la población que allá habita. Un vasto territorio nutrido por evidencias sobre las migraciones establecidas en la región, donde espaciadas construcciones ofrecen a la mirada sensible estilos —entre ellos un imponente art decó articulado al eclecticismo— que tejieron el peculiar asidero de oficinas y fábricas, sobre todo de la industria automovilística, salía ya de manera acelerada de la crisis económica en la cual se había precipitado Detroit en décadas anteriores. Era ese un ambiente —en tiempo pasado sacudido por revueltas antirracismo y violencia projusticia— marcado hoy por sensaciones de silencio y contenida privacidad, propicio para la concentración espiritual de quienes, cuando la ciudad había sido parcialmente abandonada, no interrumpieron el afán por la música, el buen diseño, la literatura, la jardinería, el teatro y las artes visuales.
Resultaba estimulante apreciar a personas que admiraban carteles y otros soportes publicitarios en el Cranbrook Art Museum, con una sala ocupada por los singulares diseños de Salad Days; o verlas sumergidas por varias horas en las disímiles colecciones del Detroit Institute of Art, cuya área central interna muestra el magistral mural de Diego Rivera dedicado a revelar la enajenación del obrero en el seno de la moderna organización productiva industrial. En los centros promotores de creación artística y las galerías comerciales tenían similar acogida obras de arte de innumerables tendencias y códigos. Nadie discriminaba a un autor o expresión específica por no ser clásica o por serlo, por mostrar escenas costumbristas o penetrar en dominios oníricos, por ser figurativo o abstracto, transmitir un determinado sentido antropológico o servir solo como complemento embellecedor del diseño de interiores. No era pecado, tampoco, aferrarse a géneros tradicionales de la plástica o valerse de las posibilidades no-objetuales y trans-genéricas de la imaginación. Una evidente educación de la mirada y la sensibilidad servían para evitar los reduccionismos y las orejeras de la subjetividad. No importaba si se trataba de un artista cuya creación provenía de circunstancias conflictivas en el aspecto político, o de que otro que se manifestaba en estado de estabilidad sicológica optaba por lo hedónico, o solo respondía a una suerte de ciudadanía mercantil sin patria. Lo que más se valoraba en el Detroit culto que conocí eran la autenticidad y el aporte personal. No es menester allí, para ser contemplado con placer y desatar interrogantes, poseer el apodo de «contemporáneo». Semejante aceptación de la inmensa diversidad del arte restituía en uno la esperanza en la sobrevivencia de los valores trascendentales del imaginario humano. Porque a la larga estos se impondrán siempre frente a las operatorias comprimidas y aldeanas de difusión, valoración y mercado que castran y excluyen equivocadamente.
Lo difícil que me fue concluir un grupo de obras de gran formato que participan de Open Scene —antes se habían exhibido en la galería Artis 718 del Fondo Cubano de Bienes Culturales—, por faltarme las pinturas acrílicas llegadas luego en yate de un coleccionista, además de lo epopéyico de enviarlas por carga aérea al destino en cuestión, resultó compensado finalmente por ese encuentro enriquecedor entre el público y mis propuestas, que en sí mismas constituyen puestas en escena autónomas —como obras teatrales— conectadas por un lenguaje visual, un pensamiento y una posición ética comunes. También la buena acogida de la exposición, que advertimos desde nuestro acceso al N’Namdi Center —donde se expone a la vez una muestra de realizaciones de artistas árabes—, borró la molestia que me produjo el hecho, ocurrido en el aeropuerto de Fort Lauderdale, de que me cortaran el candado de la maleta para revisarla, dejándolo inutilizable con un papelucho oficial adentro donde me agradecían cooperar con una revisión sin anunciar. Nunca supe si se debía a que confundieron mi profesión de artista con la de terrorista debido a mi nacionalidad, o por tener yo señaladas características latinoamericanas.
Aunque en aquellos días de estar en tierra ajena recibí heridas emocionales de muy cercano origen, fueron más las situaciones positivas vividas que las negativas. Aquel panorama cultural del extremo norte de Estados Unidos colocaba frente a mis ojos el lado humanista del contexto justamente cuestionado por sus diferencias clasistas, el pragmatismo casi identitario y la concepción egoísta de potencia económica. Nuevamente advertí, entonces, cuánta razón tuvo Jean Paul Sartre cuando dijo que las obras artísticas y literarias se completaban en los espectadores. Por ser finalidad de estas la acción inteligente y sensible de consumirlas, se multiplican, revelan significados inesperados, sirven de espejo icástico a quienes las perciben con atención, establecen enlaces virtuales entre ámbitos muy diferentes, y consiguen trascender el acto de intercambio y negocio que casi siempre media cuando las creaciones transitan del autor a un espectador imprevisible.
Solitario en mi camino de retorno, primero a Miami y con posterioridad a La Habana, llevaba en los recuerdos de Detroit la certeza de que la sustancial fruición estética operada en los individuos constituye un hecho de cultura, y no la simple alternativa de inversión financiera consistente en adquirir arte-mercancía de rango o emergente en función de ganancias y purificación de capitales. Eso bastaba para incitarme a nuevas meditaciones.