Temprano en la mañana, los tabaqueros van ocupando los sillones en la fábrica, organizando su día, y sin demora, inician la labor cotidiana. Su pericia se transforma en ritmo continuo al cortar las hojas sobre cada tabla. Acomodados en sus taburetes, algunos encienden un habano, previamente confeccionado, y confunden sus rostros con las volutas de humo, mistificando la imagen.

Deslizan sus ágiles dedos sobre las cinco hojas que van combinando unas con otras, iniciando el proceso escultórico del cilíndrico placer. El aroma y el sabor se juntan provocando un deleite supremo. Y en ese instante, rompiendo el impresionante silencio de la galera, la vibrante y enfática voz del lector, que se multiplica en cada rincón del taller, y el repiquetear de las chavetas en muestra de aprobación del discurso, hacen más importante el momento.

¿Quién es esta figura emblemática capaz de movilizar pasiones y polémicas? ¿Cuáles han sido las razones para su existencia, a través de los años, solo en esta industria? ¿En qué radica el misterio de su expresiva voz? Para que nos relaten su historia, no basta con viajar en el tiempo, escudriñar tradiciones. Hay que penetrar también en el pensamiento de los receptores, y dejar que tanto ellos, como los protagonistas de esta institución cultural, nos cuenten su leyenda.

Antiquísimo es el origen de la lectura de tabaquería. Unos refieren al año 1864, en el taller de Viñas de Bejucal y otros al conocido El Fígaro, de Julián Rivas, en la habanera ciudad de 1865. Tampoco quisiera detenerme en los criterios sobre su posible autor, Jacinto de Salas y Quiroga, viajero español quien comentó la posibilidad de que mientras trabajaban, la lectura permitía "templar el fastidio de aquellos desgraciados "(1) y obtener ventajas en la educación moral.

También encontramos referencias al respecto en la propuesta del hombre culto, amante del progreso de su patria, gran orador que colmó con su léxico y el de sus amigos las jornadas entrañables del Liceo de Guanabacoa, el cubanísimo Don Nicolás de Azcárate. Con todo el respeto a quienes nunca abandonaron este tema, preferiría otorgar un espacio singular a la iniciativa de este último, al sugerir que "algo por el estilo..." de las lecturas en alta voz en determinadas órdenes religiosas, "... pudiera hacerse en las cárceles a fin de contribuir, no tan sólo a enseñar, sino asimismo a entretener y consolar a los infelices reclusos que en ellos pasaban largas horas..." (2). Así nació, en el Arsenal del Apostadero de La Habana, un mensaje literario para aquellos presos que en su mayoría confeccionaban cigarrillos.

Al finalizar cada jornada de trabajo, los reclusos enriquecían su sabiduría y espíritu con un poco de cultura literaria. Alguien seleccionado y con el aporte salarial de quienes escuchaban, tendría la misión de trasladar los textos a cada una de las dos galeras existentes, denominación que también se hizo extensiva, junto a las noticias de esta novedad, a los talleres de los torcedores.

Lo que no acepta duda alguna es que la industria del tabaco, antigua, cimera e histórica, abrió sus puertas a esta tradición tan antigua de leer, mientras otros laboran. Marquistas como José Cornello y Suárez y Don Jaime Partagás recibieron con beneplácito la idea, contribuyendo a que la voz del lector se estableciera en sus talleres. Otros, por el contrario, debido al temor de los debates obreros y políticos, la combatieron tenazmente, hasta obtener de forma periódica la colaboración del mismísimo Gobernador de la Isla en el apoyo a la suspensión de esta "costumbre". Eran temporadas de clamor reformista, de pensamiento de influencia anarcosindicalista trasladada de Italia a España y de ella a Cuba, de posiciones separatistas, de temor por los destinos de Cuba.

Sin embargo, fueron los torcedores, artesanos también del espacio y el tiempo, los que se apropiaron de esta labor. Su preparación cultural, condiciones de trabajo, nivel de organización gremial, uno al lado del otro, vapor junto a vapor, constituían todo un acondicionamiento para que se convirtieran en los "elegidos" de este oficio del saber; por lo que ya en 1866 el humo de la lectura invadía a los talleres de todo el país.

Repiquetean las chavetas nuevamente, no se han detenido desde nuestros bisabuelos, para aprobar o no una agradable voz, preparación, cualidades histriónicas, profundidad política, humor, poesía, como algunas de las características inherentes al lector. Este, nervioso, debe esperar hasta obtener la conformidad de los oyentes.

Las luchas del siglo, Historia de la Revolución Francesa, Economía Política, por Flores y Estrada; El Rey del Mundo, de Fernández y González; Historia de España, Los Girondinos; las obras de Víctor Hugo, E . Zola, Byron, por sólo citar algunas, constituyen un ejemplo de la literatura universal que era leída, a las cuales, al pasar el tiempo, se le fueron incorporando obras más contemporáneas y de la literatura cubana.

Polémicas de todo tipo eran leídas cada amanecer en los talleres: La Aurora, de Saturnino Martínez, El Artesano, El Siglo, en representación de la prensa obrera y contraria a esta, El Diario de la Marina, El Ajiaco u otros como Don Junípero, famoso periódico satírico que llegó a exponer caricaturas que ridiculizaban esta tradición. Incluso en la emigración tabacalera de Key West, New York, Filadelfia y otras ciudades de Norteamérica, los tabacaleros cubanos agrupados, contaron también con lectores como José Dolores Poyo, forjado en las tradiciones de esta clase.

Poco ha variado en esta costumbre. El tiempo no ha logrado marchitarla. Son 230 los lectores que hoy en día mantienen latente esta luz que ha guiado a los tabacaleros a través de su historia.

Romeo y Julieta, cumpliendo sus 131 años, nos viene a recordar que ella fue también querida en la tribuna del lector. El Conde de Montecristo abandonó la galera, pero dejó inmortalizada la marca más preferida en el mundo. Don Quijote de la Mancha, con su Rinoceronte, ha visitado una vez más a cada laborioso hombre que allí encontramos.

Los adelantos tecnológicos vinieron al siglo XX, a esta fiesta, para permitir que nuestro amigo repose su aclamada voz y las grandes novelas de todos los tiempos sean las dueñas del silencio. Pero los lectores están cada día en su tribuna del saber, para confirmarnos que la tradición habrá que conservarla como Patrimonio Intangible de la Isla Mayor del Caribe.