No era inocente la pose del perro frente al gramófono. A fines de la década de los 20 del siglo pasado, los directivos de la RCA Víctor sabían demasiado bien que en la isla mayor de las Antillas había un filón de músicas listas para seducir el mercado. Quienes huían los fines de semana de la Ley Seca en Norteamérica y viajaban a La Habana, aprendieron muy pronto que Cuba no solo era una cercana estación para saciar la sed de alcoholes prohibidos sino tierra pródiga en sones trepidantes y voluptuosos.

Por un peso, dos a lo sumo, los mejores soneros de la época grabaron para la Víctor. En placas negras, de 78 revoluciones por minutos (rpm), tríos, sextetos y septetos, solistas con orquesta, individualizaron el sonido de Cuba por el mundo. El manisero (The peanut vendor) superó en Estados Unidos las expectativas de la maquinaria de ventas de Tin Pan Alley. En Madrid la llegada de Antonio Machín tiñó de nostalgia el clamor de unos Angelitos negros. Alejo Carpentier, quien sería con el tiempo el novelista cubano mayor, reflejó en sus crónicas parisinas el fervor con que los franceses acogieron las grabaciones y las presentaciones en vivo de las orquestas de don Aspiazu y Julio Cueva.

En la Isla, el negocio también estaba asegurado. La radio se expandía en casi todas las ciudades y casi en cada esquina una victrola animaba las penas y las glorias de parroquianos proclives al júbilo y el dolor.

La aguja sobre el surco, en tocadiscos domésticos o en máquinas traganíqueles, se convirtió en un elemento cotidiano. Ardua fue, sin embargo, la lucha por tener un rostro cubano en el arte y la industria del disco. Un hombre que había aprendido la técnica y el mercadeo en los Estados Unidos, Ramón Sabat, tentó la fortuna a fines de 1944 al establecer en La Habana el primer estudio de grabaciones con todas las de la ley, en la calle San Miguel, arreglárselas para instalar una fábrica de discos, la Cuban Plastic and Record Co., y lanzar el primer sello fonográfico cubano, Panart.

El muy documentado y sagaz historiador de la discografía cubana, José Reyes Fortún, ha llegado a la conclusión de que el éxito de Panart se debió a que complació la necesidad de los músicos de acortar los plazos entre la grabación y la distribución. Con Panart, el disco, apenas grabado, estaba en la calle.

Aún cuando la RCA Víctor siguió comandando en el ámbito del mercado fonográfico nacional, otros sellos domésticos aparecieron y aportaron una indeleble huella a la memoria musical de la Isla, la cual no puede prescindir de lo realizado por Gema, Kubaney, Puchito y otras casas más modestas. Entre estas y Panart se fomentó un archivo de matrices que configuran, a estas alturas, un tesoro invaluable.

Esa riqueza se incrementó a partir de la nacionalización de la industria discográfica dos años después de que la Revolución liderada por Fidel Castro se instalara en el poder. Con la creación a principios de los 60 de los Estudios de Grabaciones y Ediciones Musicales (EGREM), la Editora Musical de Cuba y el sello Areíto, los músicos cubanos accedieron al disco no solamente como una vía para la realización mercantil de sus composiciones e interpretaciones, sino en tanto soporte para la preservación de sus contribuciones estéticas. Esto último explica por qué, junto al registro puntual de los avatares de la moda, la EGREM cuente en su catálogo con obras de autores sinfónicos que bajo un principio estrictamente comercial nunca hubieran sido privilegiadas, como las de Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla, Leo Brouwer y Juan Blanco, Harold Gramatges y Carlos Fariñas; o que se hayan editado placas con testimonios in situ de portadores folclóricos afrocubanos y campesinos.

Superados difíciles retos tecnológicos, el desafío mayor de la discografía cubana, en los últimos años, pasa por su confrontación con un mercado dominado por distribuidoras transnacionales sin hacer concesiones que menoscaben la identidad musical de la isla. Estimulante ha resultado la diversificación de sellos. En la actualidad a la EGREM se suman Bis Music, Abdala y Ojalá, estos dos últimos promovidos por el notable trovador Silvio Rodríguez; Colibrí, directamente orientado por el Instituto Cubano de la Música; y los de Casa de las Américas y la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana.

A la fama de los míticos estudios de San Miguel, acrecentada por haber acogido el proyecto Buenavista Social Club, se añade la solvencia de las nuevas instalaciones de la EGREM, Abdala y Ojalá en el reparto habanero de Miramar.

Cada año, desde 1997, se lleva a cabo en mayo la Feria Internacional Cubadisco, que convierte a La Habana en centro de operaciones fonográficas en el Caribe e implica con sus decenas de conciertos a la vida cultural de la ciudad.

En otra dirección, el pulso cubano de la aguja –ahora diríase el lector láser- se orienta hacia otros ámbitos, como el MIDEM de Cannes y el Popkomm, de Berlín, donde bajo la denominación común de Cubadisco todos los sones de la isla se reparten por el mundo.