Hermosa vista panorámica de uno de los cayos que conforman el archipíelago Jardines del Rey.
Restos de la antigua trocha de Júcaro a Morón.
Paisaje de ensueño en una de las playas de Jardines del Rey.

Su majestad los Jardines del Rey. Fue el conquistador español Diego Velázquez muy temprano en el siglo xvi, quien conmovido por la vegetación verde perenne, los alargados arenales crema pálido, de 22 kilómetros de longitud, y el azul celeste y azul profundo de estos mares, se atrevió a nombrar a esta isla playera -que hoy llamamos Coco-, y también a sus vecinas semejantes, como Nuestra Señora de los Jardines del Rey, milagrosa que al parecer protegió el lugar y lo hizo llegar hasta nuestros días con su excepcional policromía. Actualmente, sin embargo, su desarrollo turístico –una ciudad hotelera, una carretera sobre el mar somero, una marina de datismo, su prolongadísima playa y un flamante aeropuerto internacional- debió confinarse holgadamente en un tramo de su costa norte que Velázquez ni imaginara siquiera. Ahora se sabe que el 90 por ciento de su superficie es de montes naturales donde anidan casi dos centenares de aves del país y migratorias, incluyendo al blanco ibis y al rosado flamenco, que al verlo por cientos en los bajos de la bahía de los Perros, al sur de cayo Coco, parecen teñir de rosado el mar. En sus espesuras y claros de monte, el aguerrido conquistador entonces no pudo ver los vacunos salvajizados que hoy pululan allí libres e inofensivos, descendientes de las reses que escaparon de un ignoto naufragio y sustentaron luego una tasajera para pescadores y Robinsones, sobrevivientes de las carboneras humeantes conocidas por los infiernos, para las que cortaban leña los escapados de la justicia y los emigrantes españoles sin fortuna, a principios del siglo xx. Mucho antes su aislamiento de siglos la hicieron seguro escondrijo de piratas y hasta de uno de los atacantes de la Villa de Puerto Príncipe (Camagüey). Se dice que este hombre secuestró y trajo a las islas solitarias a varias doncellas. Deshonradas y nunca rescatadas las mujeres poblaron la isla y guardaron para siempre el oculto sitio donde vivieron, dentro de las playas idílicas de su majestad los Jardines del Rey.

La burla cubana de la trocha colonial. El contorno alargado de Cuba se vuelve muy estrecho, de costa a costa, en Ciego de Ávila, ventaja geográfica que quiso aprovechar la colonia para tender una densa línea fortificada a finales del siglo xix, con el propósito de impedir se extendieran las guerras de independencia a toda la isla. La Trocha iba del pequeño puerto de Júcaro a la villa de Morón, donde aún canta el gallo mañana y tarde, y pasaba por la ciudad de Ciego de Ávila. Tuvo 68 kilómetros y 67 fortines, puestos de escucha, blocaos, trincheras, alambradas e infinidad de centinelas, y una línea férrea con su tren militar, bajo el cual corría un tubo para el oxígeno de los reflectores que escudriñaban inútilmente la manigua cercana. Todo ese dispositivo de miles de hombres y armas se mantuvo hostigado y vulnerado por los insurrectos y especialmente por los desafiantes cruces ante sus narices de Máximo Gómez y Antonio Maceo, jefes del Ejército Libertador cubano, que en ocasiones carecía de armas, ropas y caballos de campaña. La burla criolla de la Trocha la dejó tendida al campo, con muchos fortines derribados y su tren militar, que ahora sirve a la población.

Las pródigas llanuras rojas, de Ciego de Ávila, producen los plátanos fruta mayores de Cuba, naranjas dulces como ninguna otra, caña para hacer azúcar, hortalizas de concurso y piñas de intenso sabor, que casi se inscriben en el emblema de la provincia. Esto se debe a que sus tierras rojas son de una arcilla agradecida, con un subsuelo de aguas para regar, casi donde quiera, y para colmo, sin colinas que impidan la mecanización (salvo el único monte de Cunagua, solitario en su costa norte, que parece un faro verde por la vegetación salvaje de su cima con partes planas, fácil de divisar desde cualquier lugar). Esta prodigalidad agrícola permitió el establecimiento de grandes centrales azucareros y vastos campos de naranjas y de grifú (corrupción popular del grape fruit de los americanos), al comienzo de la vigésima centuria. Llegaron braceros antillanos, principalmente haitianos, jamaicanos y barbiedos, de Barbados, y se hicieron de sus caseríos y también de su descendencia cubana, como en el mítico Wanale Town, donde cantan el calypso con mucho orgullo y buen gusto, aunque sus abuelos naturalizados todavía se entienden en su lengua de procedencia, incluido el dulce patuá haitiano.