Viajar con el billete "INTER RAIL"
El hecho de que esta forma de viaje no conozca de "temporada alta o baja" es, sin duda alguna, otra ventaja más que añadir al Inter Rail. No obstante, es en verano cuando la gran mayoría de los "mochileros" se lanza a la aventura, pues, aparte de ser la época de vacaciones, es cuando más luz solar hay y el clima es agradable al norte de los Pirineos.
En mi caso fue agosto el mes elegido para "hacer" el Inter Rail. El siguiente paso fue determinar qué zonas quería visitar (se puede optar por una zona, dos, tres o todas), y finalmente me decidí por tres: la zona A (Gran Bretaña, Irlanda e Irlanda del Norte), la C (Dinamarca, Alemania, Suiza y Austria) y la E (Francia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo). Como había elegido tres zonas, mi "billete" tenía una validez de un mes, aunque he de reconocer que en mi caso, tras 21 días de viaje, tuve más que suficiente.
Teniendo como tenía decidido lo fundamental, sólo faltaba comprar el billete, preparar el "petate" y, sobre todo, tener el arrojo suficiente para no echarme atrás, pues tras infructuosas negociaciones con amigos míos, al final me tiré a la piscina en solitario, una opción de ningún modo descabellada.
Como las cosas se ven mucho mejor -en todos los sentidos- por la mañana, comencé mi viaje por la noche. El tren hacia Irún salió a las 23.15 horas de la noche. En el tren, acompañado en el compartimiento por cinco extranjeros, me sentía confundido y muy solo. Sin embargo, lo que más me impacientaba era la incertidumbre por desconocer lo que me encontraría al día siguiente, pues al contrario que en un viaje organizado, nadie iría a la estación a recogernos. El sueño me venció y amanecí a pocos kilómetros de Irún. A los pocos minutos llegamos Hendaya. Allí, ya en territorio francés, cogí el TGV (tren de alta velocidad francés) con destino a París, pasadas las 10 de la mañana.
Arribamos a la capital del Sena un poco después de las tres de la tarde. Fue entonces cuando realmente comenzó el viaje, con todas sus consecuencias, pues yo iba con la idea preconcebida -ya que así lo había leído en una guía- de que en la misma estación, en este caso la de Montparnasse, me facilitarían un mapa de la ciudad así como alojamiento. Nada más lejos de la realidad. Para empezar, casi nadie hablaba inglés -no sé francés- y en cuanto al alojamiento, todas las facilidades del mundo, siempre y cuando fuera en un hotel, por lo que de albergues, nada de nada.
Me encontraba hambriento, cansado del viaje y más perdido que un grano de arena en el desierto. A pesar de todo, y consciente de que en todo viaje no organizado el primer día se ve todo muy mal, me lié la manta a la cabeza y empecé a recorrer París. Al carecer de mapa, opté por tomar como referencia, y punto de partida para todo, la estación de tren. Así transcurrió el resto de la tarde, admirando la torre Eiffel, recorriendo parte del Sena, sacando fotos del Arco del Triunfo, paseando por los Campos Elíseos....
Por más que busqué y anduve -porque París es inmensamente grande-, no hallé albergue alguno donde pasar la noche, así que no me quedó más remedio que alojarme en un hotel "carente de estrellas", pero caro como uno de cuatro en España.
Tras descansar y desayunar convenientemente volví a recorrerme París: la Plaza de la Concordia, el Louvre, la Asamblea Nacional, el Centro Pompidou.... hasta que recalé en la plaza donde se halla la majestuosa catedral de Notre Dame. Allí, además de contemplar su imponente portada, pude conseguir, en un puesto ambulante de información turística, un mapa de la ciudad.
Después de comer, me fui a descansar a la playa artificial del Sena. Por la tarde, tras pasar por la plaza de la Bastilla, me dirigí a uno de los lugares que todo turista debería visitar: el cementerio de Père Lachaise, un camposanto en franco deterioro, pero que destila un aire bohemio y, sobre todo, alberga las tumbas de personajes célebres como los escritores Oscar Wilde -del que en 2004 se celebrará el 150 aniversario de su nacimiento- y Honoré de Balzac o el músico y poeta Jim Morrison, líder del grupo de rock "The Doors" y cuyo lecho es lugar de "peregrinación" para miles de jóvenes y nostálgicos cada 3 de julio (fecha de su fallecimiento).
Como al día siguiente tenía la intención de poner rumbo a Calais, busqué alojamiento cerca de la estación del Norte. Por la mañana, como un clavo, estaba en la estación y tomé un tren regional que tardó unas tres horas en llegar a Calais. Mientras que en París había sufrido un calor húmedo y sofocante, cuanto más nos acercábamos a la costa norte, peor era la climatología. Una vez en Calais, un autobús gratuito por cortesía de las compañías navieras que cruzan el Canal de la Mancha nos acercó hasta el puerto. Cabe destacar que por ser poseedor del billete "Inter Rail", el pasaje de barco a Dover tiene un cincuenta por ciento de descuento.
El trayecto hasta tierras británicas duró unas dos horas y media, caracterizadas por una incesante tormenta. El inmenso puerto de Dover está conectado por tren con Londres, a una hora y media larga de camino hasta la capital del Reino Unido. Me bajé en Victoria Station, en el mismísimo corazón de Londres, donde me buscaron alojamiento (un "Bed & Breakfast"; "Cama y desayuno"), lo más recomendable y "barato", pues, al igual que París, la capital de Gran Bretaña es muy cara.
Antes de dar con mis huesos en el citado "hostel" (albergue), cercano a la estación, aproveché para conocer la ciudad y lo poco que me dio tiempo a ver, me gustó. Lo que más me llamó la atención fueron las indicaciones con imperativos ("Mire a la derecha"; "Mire a la izquierda") sobre el asfalto para todo aquel que provenga del Continente con el objeto no ser víctima de un atropello por descuido, muy útil teniendo en cuenta que allí se conduce por la derecha.
Por la mañana me dediqué a recorrer la parte más turística de Londres. Teniendo en cuenta que Victoria Station está en el centro mismo de Londres, aquello no fue un problema. A corta distancia se halla Buckingham Palace; avanzando un poco más se encuentra la abadía de Westminster y seguidamente uno se topa con el archiconocido "Big Ben" y los edificios del Parlamento británico, que, están en una de las orillas del río Támesis. Siguiendo el curso del río se llega hasta el Puente de la Torre de Londres a cuyo frente se encuentra el castillo que da nombre al citado puente. Cruzándolo, se vuelve al centro mismo. El Palacio de Justicia, Trafalgar Square, Picadilly Circus.... son muchos los atractivos que encierra la capital inglesa.
Por la noche, y antes de recorrer los últimos rincones que quería ver, tomé un tren para viajar por la noche hasta Edimburgo, la capital de Escocia. Dado que se halla a más de 700 kilómetros de distancia, es muy recomendable hacer estos viajes de larga distancia por la noche porque, además de llegar al punto de destino a primera hora de la mañana, se ahorra la noche de alojamiento.
Si por algo llama la atención Edimburgo es por su aire medieval, su castillo ubicado en la parte alta del cerro donde se encuentra la parte antigua y, sobre todo, por el contagioso ambiente reinante durante el festival que se celebra a mediados de agosto. Teatro, conciertos, actuaciones de grupos de "folk" escocés por las calles, magos e ilusionistas haciendo sus trucos a los viandantes..... El disfrute está garantizado.
Al día siguiente, y tras pasar la noche en un albergue mucho más barato que el de Londres, tomé otro tren, esta vez en dirección a la costa oeste de Gran Bretaña, para allí tomar un ferry que me llevara hasta Irlanda. El viaje en tren fue muy agradable (los paisajes de Escocia que se divisan desde el tren son realmente bellos). Por la tarde, y tras hacer varios enlaces de trenes, tomé el ferry con destino a Dublín (también con descuento del cincuenta por ciento). El trayecto lo pasé durmiendo, que es como mejor se hacen los viajes. Una vez en Dublín, un amable profesor holandés, que trabajaba allí, nos acercó a un "mochilero" francés y a mí hasta el centro de la capital. A pesar del importante proceso de modernización experimentado, Dublín es una ciudad que no puede ocultar un pasado de pobreza, como el que describe Frank McCourt en "Las cenizas de Ángela". Me costó encontrar un alojamiento asequible y que reuniera unas mínimas condiciones, pero lo hallé, e incluía el desayuno. Por la mañana me dediqué a recorrer la capital de Irlanda. Visité los lugares más típicos: la Catedral de San Patricio, el Ayuntamiento, el Parque de los Patriotas Irlandeses, la casa-museo de James Joyce -padre de las Letras irlandesas-, la fábrica de la cerveza Guiness, etc. Ciertamente, Dublín me recordó mucho a Londres, pero en austero. Por la tarde tomé un tren hacia el sur, concretamente, a la encantadora ciudad de Cork, villa de pescadores y que tiene un aire típicamente irlandés.
La mañana siguiente amaneció con un "diluvio universal" y una melancolía aparejada que, cualquiera diría que estábamos en agosto. Mi propósito principal aquel día fue encontrar la manera más rápida de llegar a Rosslare, donde se halla el puerto de donde parten los ferrys hacia Francia. Parece que aquella mañana lluviosa todo iba a ponerse en mi contra, pues no había más que un tren directo y salía por la tarde. Para colmo, al llegar a la localidad de Rosslare -tras tomar un tren a Limerick (cuna del grupo "The Cranberries") y desde allí un autobús, muy lento y con el sempiterno aguacero sobre nuestras cabezas- me encontré con la triste noticia de que debía esperar un día más para poder coger el ferry, pues sólo parten cada dos días. Y, además, no había sitio asequible para mi bolsillo donde poder pernoctar. Lo de esperar un día más tenía un pase, pero lo de dormir al ras, con la amenaza constante de lluvia era un sacrificio no apto para un hombre cansado y harto. No quería ni imaginarme la que se podría haber armado en la silenciosa y tranquila -y, por otra parte, bella- localidad de Rosslare si hubiera cometido la osadía de "colarme" en una granja para refugiarme de la posible lluvia... O quizá no eran más que paranoias mías. El caso es que finalmente el cosmos conspiró a mi favor y quedó una plaza libre en el albergue juvenil.
El undécimo día de viaje tomé el ferry con destino a Francia. Me esperaban más de dieciséis horas de trayecto, pero por caprichos del destino tuve la suerte de conocer a un turista alemán, que estaba recorriendo Europa en bici, y que, como yo, era amante de la conversación y del buen vino. ¡La perfecta compañía!.
Sobre las diez la mañana atracamos en el puerto de Cherburgo. En esta pequeña ciudad francesa con cierto aire mediterráneo a pesar de estar bañada por el océano Atlántico es donde décadas atrás desembarcó la flota aliada para liberar Europa del yugo nazi. Tras recorrerme la ciudad en busca de la estación de ferrocarril, tomé un tren hasta París, de donde partí al día siguiente hacia Bruselas. Centro administrativo de la Unión Europea, la capital de Bélgica no se caracteriza, en mi opinión, por su belleza. Para ser franco, sólo hay un par de lugares que valga la pena visitar: la Grand Place y alrededores (donde se encuentra el Manneken Pis), el Parque del Cincuentenario y el Atomium, en el barrio de Heysel. Por este motivo, al día siguiente proseguí mi camino y recalé en Amsterdam, la "Venecia del Norte". Encantadora, limpia, atractiva, marchosa, tolerante, impresionante, bella... La capital financiera de Holanda se merece estos calificativos y más, pero en verano, el calor es insoportable, la humedad, tremenda, y el agobio por las masas de turistas, indescriptible. Sin embargo, vale la pena sufrir estos inconvenientes sólo por disfrutar de sus paseos por los canales, "perderse" por el "Barrio Rojo" y los distintos "coffee-shop" y, cómo no, visitar la casa-museo de Ana Frank, el museo Van Gogh y demás atractivos culturales.
Mi siguiente punto de destino fue Berlín, una ciudad con una historia inconmensurable, pero unida en el pensamiento a un periodo deleznable. Quizá fue aquello lo que empujó a un irreverente joven británico que viajaba en el mismo vagón que yo a gritar por la ventana una vez hubimos entrado en una de las estaciones de Berlín: "Wir haben den Krieg gewonnen!" ("¡Hemos ganado la guerra!", en alemán). Por suerte para él, no hay mayor desprecio que no hacer aprecio, y ni un alma hizo ademán de contestarle.
Yo me alojé en la parte oriental de Berlín, mucho más barata y también más fea que la occidental, a pocos metros de una de las partes de la ciudad que aún mantiene el muro, restaurado, por cierto. Se respira el aire imperial que otrora los dirigentes nazis quisieron conferirle a Berlín, pues abundan las grandes avenidas y los palacios por doquier. A pesar de estar literalmente "patas arriba" por las obras (y lleva así más de diez años), cada rincón de Berlín esconde una porción de historia. Es una ciudad de contrastes tremendos, pues la división que sufrió durante tantas décadas ha dejado una profunda huella. En cualquier caso, el empeño de las autoridades alemanas por dotar a Berlín de la categoría que se merece está dando sus frutos. Impresiona pasar por debajo de la Puerta de Brandemburgo, perderse por el "Tiergarten" (zoológico), visitar el "Check Point Charlie" (puesto de control del "Sector Americano"), el "Reichstag" (Parlamento alemán), restaurado por Norman Foster, etc. Berlín bien merece más de un día de estancia, tal y como hice.
De allí me puse rumbo a Copenhague, capital de Dinamarca. Tuve que pagar un suplemento, pues el tren se "introducía" literalmente en un ferry para pasar de una orilla continental a la insular de Dinamarca. Copenhague, pese a lo que pueda pensarse a priori, es una ciudad con una frenética actividad y para colmo, cuando yo tuve la suerte de visitarla, se celebraba un congreso internacional de Psicología, por lo que me fue imposible encontrar una sola plaza de alojamiento, ni en camping, ni en hoteles de cinco estrellas. "Váyase a Suecia", me recomendaron. Pero mi pase de "Inter Rail" no cubría esa zona, así que me lancé a la piscina, y me fui a la localidad de Helsingör, a unos 60 kilómetros al norte de Copenhague. Y fue una suerte, porque es una localidad muy bonita desde donde, por la noche, se puede distinguir Helsinbörg, la ciudad "homóloga" en Suecia. Además, tuve la fortuna de conseguir la última plaza en el albergue. Por la mañana volví a Copenhague y pude disfrutar del esplendor de esta ciudad: sus monumentos, sus parques, la "Sirenita", etc. Es muy recomendable visitar también el barrio "Christiania", una ciudad dentro de Copenhague, que nació como proyecto sociológico y en la que está permitido el consumo de estupefacientes. Este barrio sirvió de refugio de represaliados políticos y ahora acoge a muchos jóvenes "rebeldes" que deciden vivir en comunas y "okupando". A la entrada de "Christiania" hay un cartel muy significativo: "You are leaving the European Union" ("Vd. está saliendo de la UE"). Allí todo está permitido; sólo hay una regla: no se pueden tomar fotos ni imágenes en vídeo. Otra de las consecuencias del congreso antes mencionado es que no había plazas en los trenes que llevaran directamente a Alemania, por lo que no me quedó más remedio que coger un tren a la medianoche que me acercó hasta el puerto que une por barco Dinamarca con Alemania y pasar la noche en la estación, a la espera de que saliera el primer ferry, a las 6 de la mañana. Solo, con una lluvia incesante en el exterior, abrí mi saco y me eché a dormir en el suelo, hasta que pude partir hasta la ciudad alemana de Lübeck, donde tomé otro tren que me llevó hasta Hamburgo.
Recorrerse el centro de esta bella ciudad lleva poco más de una mañana. Da gusto pasear por sus calles y, sobre todo, caminar alrededor de sus lagos. Es un auténtico remanso de paz. Por la noche, tomé otro tren para llegar por la mañana a Viena. Allí, lo primero que hice fue buscar alojamiento en el albergue juvenil y, tras dejar los bártulos y engañar el estómago, me fui a recorrer la otrora capital del Imperio austrohúngaro.
Viena destaca por su Palacio Imperial, sus edificios elegantes y majestuosos, el Palacio de la Ópera y la tranquilidad y el orden imperantes en sus calles. Un sitio recomendable de visitar es el "Volksprater", el parque de atracciones, con su gigantesca noria, que se hizo famosa en la película "El tercer hombre". Después de un ajetreado día de caminata como el que tuve, me fui a las orillas del río Danubio, donde el sueño me venció por momentos. Al día siguiente opté por visitar Salzburgo, ciudad natal de Wolfgang Amadeus Mozart y escenario del también conocido metraje "Sonrisas y lágrimas". Se tarda muy poco en recorrer lo más llamativo de esta encantadora localidad. Desde el castillo de Hohensalzburg, la vista panorámica de la urbe es impresionante. Por la noche, de nuevo en el tren, esta vez con destino a París, adonde llegué por la mañana.
Me recibió la "ciudad de la luz" con un cielo encapotado y una fina lluvia, que no fue obstáculo para visitar los últimos rincones que me quedaba por ver. Y es que al día siguiente partía hacia España, y ya tenía ganas de volver a mi tierra.