Los Padres INFINITOS
Cuando se tiene un hijo -decía el poeta- se tienen tantos niños”… Y uno comprende esa sumatoria amorosa al visitar a los padres de La Colmenita. Conversando con ellos, se sabe a ciencia cierta que el panal es inmenso.
Y aprende con la abuela Belkis, cuánto hace falta el arte para diferenciar al ser humano de las bestias; y se solidariza con Carmen, la otra abuelita que venía sudando en una ruta 27, pero que ya se conectó con aquellos papás que la traen ahora en carro. Obreros, maestras, ingenieros, amas de casa, doctores, músicos, alguien que recoge a los niños cuando otros no pueden, niños que aprenden a ser hermanos mientras actúan y juegan.
El profesor Alberto Fernández evoca el paso de su hijo por la compañía: “Yo soy de los papás iniciales, de cuando aquí no había nada y cargábamos con niños y vestuario en bicicletas para los espectáculos. Recuerdo que había abuelitas que dieron los últimos años de sus vidas a los primeros de este proyecto. El mayor resultado era y sigue siendo el amor con que se crían nuestros niños”.
Nos dice que su hijo Marcel, luego de 11 años en La Colmenita terminó preparado para vivir. “Ahora tiene 20, y enfrenta los rigores del Servicio Militar, pero su carácter para todas las tareas salió de aquí”.
Una voz apunta: “Pregúntele, periodista, a aquel matrimonio que casi es plantilla fi ja; a lo que Braulio y Maité, responden con una sonrisa. “Nuestras dos niñas son abejitas”, dice ella, y mira a su esposo. “Claudia entró en el 2001, y Katehrin, imagínese, desde que nació está aquí y hubo que sumarla también”.
-¿Cómo se las arreglan con esa “doble militancia” colmenera? -Somos muy unidos -responde Braulio- y compartimos todas las tareas. Vivimos en San Miguel del Padrón y el correcorre es tremendo: la escuela, de la escuela para acá, luego para la casa; ensayos, vestuarios, giras…. Pero vale la pena: aquí les enseñan cosas que no aprenden en ninguna parte.
Al otro lado del balcón está Carolina, una psicóloga, también “reincidente”. “Sí, porque cuando Mario Andrés, el chiquitico mío, vio a su hermana Ana Laura, que ya lleva 8 años, no hubo más remedio que montarlo en la escena. Es que este es el lugar ideal para que los niños crezcan, se sientan bien, se diviertan. Son dueños del espacio, aprenden a entregarse y a tener responsabilidad con un proyecto y con sus compañeros”.
“Me acuerdo que cuando montaron los espectáculos con niños discapacitados, yo estaba embarazada.
Me hizo muy bien ver que en un mismo espacio coexistían armónicamente pequeños de posibilidades distintas. Cuando viene Damián en su silla de ruedas, los demás lo ayudan, y las diferencias se borran… Así se forman, aprenden a ser persistentes, a luchar, a comunicarse”. Alguien evoca cómo gozan los chiquillos cuando se van a subir el Pico Turquino o para las montañas de Pinar del Río; y qué lindo que los niños que no conocen el teatro los vean.
“Es que crecen jugando”, resume Carolina, para rápido añadir: “A La Colmenita se entra pero no se sale”. “Es como un palacio de valores —explica Hermis, la mamá de Marla Estefanía—. Mi hija está desde los tres años. Cuando se ha ido para viajes que no puedo acompañarla, sé que otros lo harán: la bañan, le dan la comida, la atienden. Cada padre lo es de La Colmenita entera”.
“¿Y qué me dicen de los hábitos de trabajo que adquieren?” —pregunta Deisy, la abuelita de Rocío—. “Lo de colmena no es solo de nombre. Aquí todos saben que tienen una tarea, una función, y se comprometen a realizarla. Los niños mayores ayudan a los más pequeños; a veces a uno se le rompe una media y hay otro que no tiene que salir a escena y se quita la suya para dársela”.
“¿Ve, periodista?”, dice Maristania, una madre trigueña que había permanecido callada. “Eso es lo que quiero para mi hijo: una familia. Lo he tenido que criar sola y aquí la encontré. Me llega muy hondo este lugar y la gente que lo habita. Sé que José Antonio va a tener lo que yo no he podido…” y su voz entrecortada, y el agua que quiere llenar sus dos ojos grandes, no la dejan continuar.
“Mire —la apoya Carmen, la abuelita de Émily— a mis 70 años yo me siento con ansias de vivir cuando vengo a este sitio. ¡Y ese Tim!... Lo que él diga es palabra santa. Por eso es esta disciplina tan bonita entre los chiquitos. Cuando uno les menciona a ellos: “Colmenita”, ya saben que se trata de algo grande”. Y Hazel culmina: “Fíjese si es así, que esa fue la primera palabra que aprendió el mío, colmenero de un añito. Lo único que yo lamento es que en mi infancia, no hubiera habido grupos como este. Todos nosotros hubiéramos sido abejas”.