Donis Gayñan, Sin título, de la serie Neones.
José Mecías, Pieza Roseta.

Y las personas tienden su ropa, limpian escaleras y pasillos, continúan con sus vidas como si en Loft Habana no hubiese ocurrido nada diferente a lo cotidiano.

Una muestra colateral se ha robado la atención de la Duodécima Bienal de La Habana. Ram Rom Run, exposición curada por Elvia Rosa Castro, se ha emplazado en una zona comunitaria de La Habana Vieja para desmontar las relaciones de poder vigentes en nuestro contexto y demostrar una vez más que el arte no es solo cuestión de élites. Este gesto ha oxigenado la praxis y la recepción artística, la reflexión, las utopías.

La apropiación de un espacio extrartístico en el que existe una clara delimitación entre lo privado y lo público —en el cual la vida social se desarrolla de formas agitadas, diversas y fluctuantes—, la inserción de piezas consumadas estética y comercialmente, la intención expresa de no interferir en las dinámicas propias de esta comunidad ni incidir en la dimensión de lo privado deconstruye la utopía del arte como vehículo de transformación de la sociedad.

A algunos espectadores pudiera alarmarle que los vecinos de Loft Habana entren y salgan de sus casas en plena exhibición artística, o que se instalen a curiosear en sus balcones sobre lo que ocurre en el barrio. Tal nivel de convivencia con productos artísticos de tan variada naturaleza es inquietante, en primer lugar porque indica disfrute y aceptación del conocimiento resguardado en estas obras por parte de aquellos a los que el arte «no les pega» o no les llega —al otro cultural de nuestro propio contexto sociológico—, y en segundo lugar porque reafirma una vez más su validez universal.

Pero no estamos hablando de un intento más de acercar la vida al arte. Ya de eso hemos tenido suficiente. La muestra curada por Elvia Rosa Castro si bien se instala en medio de un contexto de interactividad social, está destacando con su gesto la innegable independencia entre esos dos factores. Cada cual a lo suyo: han sido ocupados los espacios de uso colectivo, más: los privados fueron respetados sin pretensiones de cambiar el statu quo imperante en la comunidad. El arte por un lado, influyendo en la concepción del espacio, en el aprovechamiento de la plaza abierta de la interacción, en las posibilidades de disfrute inmediato, y la vida, por el otro, con su agitado fluir. Los integrantes de la comunidad entonces siguen su ritmo habitual, aunque detengan la mirada de vez en cuando para escudriñar en el intruso que se presenta, en el otro que, como todo un antropólogo, devuelve ese gesto. Las relaciones de poder han sido trastocadas en Loft Habana.

Y las personas tienden su ropa, limpian escaleras y pasillos, continúan con sus vidas como si en Loft Habana no hubiese ocurrido nada diferente a lo cotidiano. Es una idea prácticamente impensable que el arte, consagrado en el monumento de lo incólume, puede resistir una interacción de este tipo. Pues nada: funciona y se enriquece como si de un organismo estuviésemos hablando. Nunca los procesos culturales han estado tan al alcance del pueblo, y paradójicamente, nunca antes le estuvieron tan vedados.

Este proyecto ha demostrado que existe una grave fractura en los procesos de recepción artística. Y ha puesto a los espectadores ajenos a esta realidad social —un solar habanero— de frente a problemáticas sociales solo eventual y superficialmente esbozadas desde el resguardo de la distancia, ahora eliminada del todo con Ram Rom Run.

Por otra parte, las piezas reunidas en este espacio dialogan sobre la versatilidad y la rapidez de los procesos asociados a la memoria: selectividad, ambivalencia, multiplicidad y emotividad. Y es curioso cómo funcionan en el contexto de emplazamiento como si le perteneciesen. Los colgantes de Elizabet Cerviño, cual sábanas de un vecino sin espacio para tender sus prendas en conquista del espacio colectivo; el retablo de José Mesías, abandonado monumento a la memoria; los desleales machetes envainados en encajes de Plastic Guajiras o el capitel desencajado de Dayana Trigo: todos son apotemas de nuestra historia colectiva, aquella que se mantiene fresca en la sabia popular. Lejos de los grandilocuentes discursos del poder nuestro presente está enmarcado en las galerías de Loft Habana. Crónica leal de nuestro tiempo y sus adversidades. Al final, aquel soñador que maldijo al arte cubano contemporáneo de no testimoniar el presente se lleva, con Ram Rom Run, un cariñoso coscorrón.

En definitiva, han logrado transformar una idea —acercar el arte a la vida— en una experiencia múltiple. Osadía y atrevimiento. Y el arte se ha contagiado de las psicopatologías actuantes en el medio en el que ha sido inserto, se ha acoplado al contexto como si a él siempre hubiese pertenecido. Proceso bidimensional en el que las dos variables se modifican con notables cambios en la ecuación resultante: la sociedad no va a cambiar por mediación de la estética; la sociedad solo cambia por mediación del hombre.