Muro de una galería arrancado, inclinado a 60 grados del suelo y sostenido por cinco personas, 2000
Línea de 250 centímetros tatuada sobre seis personas remuneradas, 1999 / Espacio Aglutinador
465 personas remuneradas, 1999 / Museo Rufino Tamayo

Santiago Sierra es uno de los artistas que se ha nutrido de las derivaciones principales del readymade duchampiano. De un lado está la postura sostenida por el chamán de ficción Joseph Beuys: la obra de arte debe transformarse en un perenne motivo de discusión. Por otra parte, encontramos una de las máximas que patentizó la ideología pop del nihilista tramposo Andy Warhol: “Yo quiero ser una máquina”. Aunque Sierra termina por aferrarse a su propósito de cabecera: desmontar o transgredir el minimalismo clásico hasta sumarle una dinámica física y mental acorde con las circunstancias de la época. Su punta de lanza es un contrapunteo entre el movimiento de un “artista de maleta” y la inercia de los perdedores sociales que usa como materiales pobres. Todo para poner el dedo en la llaga de las relaciones contemporáneas entre masa y poder. Para ello, se apoya en una sentencia de Sol LeWitt: “La idea se convierte en una máquina que produce arte”.

Semejante al artista belga Francis Alÿs, instalarse en la ciudad de México desde 1995 le permitió a Santiago Sierra (Madrid, 1966) descubrir un “inmenso laboratorio al aire libre” que, al experimentar con sus antagonismos, definiría como “un resumen del planeta tierra”. Aquel sistema de resistencia a la modernidad visible en una megalópolis se adecuaba a las intenciones del nuevo intruso: recrear la explotación capitalista del trabajo asalariado en una tentativa de fusionar arte y economía, minimalismo y posperformance, diferencia y repetición. Al igual que su partenaire estratégico Alÿs, Sierra empezó a trabajar desde abajo hasta alcanzar reputación en el ámbito del arte conceptual mexicano como una de esas emergencias que ninguna élite intelectual de vanguardia debe ignorar.

“El cubo no es el cubo” Desde su periplo ibérico, Sierra propone un reemplazo simbólico de la noción minimalista del “cubo epistemológico” por un emblema del proceso productivo real: el contenedor. Sin renunciar a la premisa “menos es más” enarbolada por sus maestros, el artista procura desafiar esa austeridad formal mediante el auxilio de los resortes que activan su poética: el cuerpo, el movimiento y la desaparición del objeto que genera la acción. Estas variantes consiguen eficacia cuando el cubo ya no funciona como un dogma lógico donde la forma se impone al contenido.

En una pieza como “Ejercicio de colocación para cuatro contenedores cúbicos” (Hamburgo, Alemania, 1991) se observa una tentativa en que la superación del mínimal tradicional se concreta en la escala y volumen de la instalación irrumpiendo en el espacio. Pero la diferencia entre el cubo y el contenedor continúa siendo mínima, ya que el contenido de ambos no deja de ser una abstracción para el espectador común. Sólo que el “vacío” procesual de Sierra implica el “lleno” del esfuerzo de la mano de obra contratada para elaborar y ubicar los contenedores cúbicos en la sala de exhibiciones. La paradoja que encierra este ejercicio será una constante en la operación crítica del artista: humanizar el mínimal mediante su propia deshumanización.

Los cubos movibles o comestibles de Santiago Sierra interactúan con la zona vulnerable de la sociedad: la emigración y el hambre, el gasto irracional del tiempo y el allanamiento del espacio sin objetivo alguno. A pesar de la voluntad transgresora, lo que se plasma es una ilusión de cambio donde el objeto sólo rompe la quietud para finalmente retornar a su módulo real o imaginario.

Hay momentos en el accionar de Santiago Sierra en que su utilitarismo confluye en materia de medios y fines. Uno de ellos tuvo como escenario la Plaza del Estudiante de la ciudad de México (2003). Se mandó hacer un cubo de pan macizo y se brindó en gesto caritativo en un albergue para indigentes. Al remover el esquema habitual de la remuneración, el artista entregó una pieza donde logró dorar la píldora de la humillación con la astucia que debe regir cada razón cínica para ser tenida en cuenta.

“Cubo de pan 90 x 90 cm” es una obra que se consume y, al final de la jornada performática, desaparece. Recuerda las lomas de caramelos envueltos en celofán del neoconceptualista cubano-americano Félix González-Torres (1957-1996). Las geométricas acumulaciones de Félix reflejaban el sentido de la pérdida y la nostalgia por los sabores que el público se llevaría a casa. Lo que distingue a la geometría vulnerable de Sierra es una antipoesía destinada para matar el hambre sin rebasar el plano simbólico. “Cubo de pan” es un gesto donde la apariencia dadivosa no consigue enmascarar la esencia de su crudeza. Aquí el artista se iguala al político que manipula a los ineptos en asuntos de trampas humanitarias.

En 1999, Teresa Margolles (Culiacán, 1963) expuso un cubo de concreto que en realidad era un ataúd. Después del aborto de una mujer indígena, la artista mexicana le pidió que no dejara al “niño” a disposición del hospital, sino que accediera a preservarlo como una obra de arte. Margolles y Sierra le incorporan a la pureza matérica del minimalismo el arte de negociar cuerpos vivos o muertos para aportarle un efecto de choque grotesco que se basa en contraponer la limpieza formal del mínimal y ese realismo sucio que inunda la sociedad.

Sin exponerse a la contaminación, el proceso de estas actitudes denota una cercanía tan distante en el aspecto manipulador como la antiemotividad latente en los artefactos de fabricación industrial de Judd o LeWitt. No hay redención para los fetos y sobrevivientes de Margolles y Sierra. Su finalidad es garantizarle un arma estratégica a quien los eligió como obras de arte. La desdicha como readymade es otra de las tendencias del arte contemporáneo en que la ética ha dejado de preocupar a quienes insisten en obviarla.

Arte y publicidad La carrera de Santiago Sierra tiene un denominador común: producir obras inspiradas en una obsesión casi enfermiza de no dar ni darse tregua como un sujeto a quien lo asiste una misión impostergable: demostrar la capacidad de ser una máquina que reproduce lo ya conocido para que vuelva a ser consumido a través del prisma de sus fantasías. Se trata de una réplica de Warhol despojado de maquillaje y peluca que se permite cualquier desvío menos e; de mostrar una afectación light. Esa intolerancia pop traducida en un libertinaje mínimal incide en que conciba piezas formalistas, conceptuales, pasajeras, profundas y extravagantes. Más que para ser visto, el trabajo de Sierra está diseñado como tema de discusión. De ahí proviene la causa de su frenesí productivo: “hacer lo mismo antes que no hacer nada, porque si no hago nada me darían por muerto al instante y quién hablará de quien todavía no disfruta el status de ser una celebridad”. Para salir airoso, Sierra apela a una retórica de la ocurrencia necesaria para que ciertos enfoques mediáticos lo asuman como esa noticia del día cuya peculiaridad reside en servir de gancho periodístico.

Una de las ocasiones en que la prensa se encargó de completar la lectura de una de sus obras se produjo durante el Encuentro Internacional de Arte Experimental, Madrid 2003. A propósito de la acción, el título de un reportaje aparecido en un diario local se ocupó de otorgarle la categoría de acontecimiento social. Declaraba con una frase tajante: “100 desempleados escondidos llaman la atención más que un millón y medio en la calle”. Sin exagerar el contenido de la idea, el reportaje le concedía al guion de este docudrama el encanto de un happy end en tiempo real. Así la denuncia se equiparaba a la aventura nocturna de quienes se alistaron para “ocultarse” en diversos sitios de una calle madrileña a cambio de cuarenta euros.

“Edificio iluminado” (2003) es un ejemplo de ese Santiago Sierra que, al producir con la urgencia de un obrero asalariado, genera una buena idea. También confirmó la incompetencia de las secuelas mediáticas ante la autonomía de una obra de arte. La acción consistió en iluminar con reflectores un edificio abandonado del centro de la ciudad de México. Éste sufrió daños cuando el terremoto de 1985, mientras que en la actualidad sirve de almacén para vendedores ambulantes y como alojamiento de indigentes.

Alumbrar la pasividad de los habitantes del edificio fue el mejor antídoto contra el cliché de pagar los servicios. Fuera de la penumbra pero dentro de su refugio habitual, la crítica a la apatía del poder se revirtió en un comentario irónico sobre la vía de la no-protesta como no-solución a los conflictos sociales. Tal vez la intervención sólo perseguía una reacción absurda: el descontento de los inquilinos ante esos chorros de luces que invadían la privacidad de las sombras.

El realismo conceptual de este proceder explota su tópico central hasta las últimas consecuencias. A veces la humillación como tautología encuentra salida gracias a una absoluta falta de escrúpulos. Nada lo expresa mejor que once mujeres indias tzotziles sin conocimiento de lengua española que recibieron dos dólares por la hora que repitieron la frase aprendida: “Estoy siendo remunerado para decir algo cuyo significado ignoro”. El susurro de las indígenas colmando una sala de la Casa de la Cultura de Zinacantán en la ciudad de México (2001) permitió calcular hasta dónde es capaz de llegar el cinismo de avasallar a pobres mujeres ignorantes en nombre del arte contemporáneo.

Sierra también se aprovecha de las heridas del pasado para “exorcizar” los prejuicios vigentes. Así no tuvo reparos en transformar una Sinagoga sin uso religioso en una cámara de gas en alusión directa al fenómeno del holocausto. Esto ocurrió en un pueblo situado en las afueras de Colonia en Alemania (2006). El público interesado en ver lo que había adentro debía ponerse máscaras de respiración artificial y entrar junto a técnicos de seguridad. Era la única manera de penetrar en el vacío de un espacio regido por el snobismo o la encomienda de recorrerlo sin propósito alguno. Esta vez los performers (voluntarios o pagados) se limitaban a configurar las imágenes que se registrarían en fotografías y videos.

La solución escogida por “245 metros cúbicos” para honrar a los judíos asesinados en el siglo pasado dedicándole una absurda ofrenda patentizó la condición del productor visual como “alegoría de la globalización”. Algo similar al “nómada posmoderno” que va dejando el residuo de sus acciones por el mundo. De un extremo a otro del globo terráqueo se desplaza este “ingeniero del arte a pie de obra”, declarando una “suma de ideologemas” que se leen como lugares comunes traducidos en una concatenación de pretextos evidentes.

Poco después, quiso reeditar el éxito que le proporcionó el tema y el espacio elegido para continuar en boca de todos. En “Los castigados” (2006) se colocaba a un grupo de alemanes nacidos antes de 1939 mirando a la pared en distintos lugares de la ciudad de Francfort. ¿De qué sentimiento de culpa puede hablar Sierra cuando sostiene que su trabajo se caracteriza por la ausencia de ejemplaridad moral? Otra vez el destino de la acción comienza y termina en la fórmula de penitencia remunerada. Sólo variaba que los sujetos “mudos” eran personas reunidas por el azar cómplice de la historia y la necesidad económica. Ello puso al descubierto una confluencia vital: la obediencia en el pasado totalitario y los desequilibrios del presente neoliberal.

Como advierte el crítico Miguel Ángel Hidalgo: “el verdadero artista ya no ayuda al mundo revelando verdades místicas, como decía Bruce Nauman en ‘Letrero de pared o ventana’ (1967), pues la única verdad es la terrible presión de la realidad”. Sierra opone la deshumanización de la vida y del arte a la mística de la creación como salvación espiritual. La utopía se reemplaza por la distopía de nuevos espacios vacíos donde otras personas comprueban que la nada de las formas desmaterializadas puede ser tan frustrante como la materia bruta.

¿Qué nos trajo la metamorfosis? Ya se antoja lejana la época (1999) en que S.S. andaba por La Habana reuniendo un puñado de dólares para trazar 250 cm de línea tatuada en la espalda de seis jóvenes de extracción marginal desocupados. Su escalada meteórica sorprende a quienes le ayudaron a concretar aquella pieza en un minúsculo apartamento convertido en galería. Tres participaciones consecutivas en las Bienales de Venecia (2001, 2003 y 2005) lo encumbraron como una de las emergencias rentables de su generación. De los suburbios del Distrito Federal como “mega-ciudad-tumor” hasta las naves del Arsenale, media una separación tan grande como incansable tuvo que ser la capacidad de gestión que le permitió negociar tal cantidad de intervenciones en un período de tiempo breve.

La “Palabra tapada” de S.S. en la 50 Bienal de Venecia 2003 lo catapultó a la fama mundial. Cubrir la palabra España del Pabellón de su país fulminó el aura panfletaria que atenta contra su obra. La exigencia del pasaporte nacional para acceder al salón armó tal revuelo entre la opinión pública internacional que le aportó al gesto una pertinencia que dejó “sin palabras” al mismo artista. En cambio, S.S. nunca modificó el tono de sus respuestas: fingir sorpresa. Ante las pasiones que despertó su “barrera para el consumo del arte”, optó por mostrar una jocosa frialdad. Era la “reacción natural” de quien oficia como voyeur de su provocación. Otra vez todo dependía de la posibilidad de generar polémica. 

“Palabra tapada” rebasa una crítica al sustrato demagógico de las políticas de extranjería en su versión globalizante. Esa bolsita de plástico cubriendo el nombre de una nación revela al poder como una máquina de resemantizar el lenguaje que le confiere legitimidad. Renunciar a la dimensión abstracta de nociones como Iglesia, Nación o Estado no encabeza la agenda de ningún discurso hegemónico. Este tipo de arte político, que cuestiona todo sin aspirar a solucionar nada, enfatiza lo mismo que oculta: la imposibilidad de acabar con los simulacros que sustentan la política y el arte.

De nada vale que S.S. repita una y otra vez: “Yo no soy ejemplo de nada”. Otra cosa sería aceptar que su propuesta está vaciada de toda corrección moral. Escalar desde su departamento en la Calle Regina 51 en el Distrito Federal, hasta las alturas del mainstream contemporáneo, lo instauran como el “ejemplo a seguir”. Dar con la estrategia adecuada y aplicarla en el momento oportuno es una empresa que desvela a creadores visuales del centro y la periferia. Sólo así estas letanías performáticas consiguen transformar el tedio en eficacia, lo bajo en lo alto, la pérdida de tiempo en una ganancia de espacios.

S.S. representa el sueño de la razón que engendra al monstruo que todos añoran ser. Después de su notoriedad alcanzada, sería ingenuo detenerse en mentiras y exageraciones para que algún principiante desista en el afán de querer imitarlo. Más allá de trucos e imposturas, este fenómeno se impone producto de una circunstancia política específica: el auge de posiciones emergentes de izquierda inconformes ante la correlación de fuerzas inclinada hacia el predominio del capitalismo salvaje.

La gran decepción de S.S. sería volver a ser Santiago Sierra. Siendo ya una máquina, una mezcla de Warhol y Beuys, las coartadas se tornan impredecibles. Digamos: exhibir los diseños de una colección de pulseras y colgantes de oro y diamantes en los que puede leerse: “el tráfico de oro mata” o “el tráfico de diamantes mata”. Si la actitud logró adquirir el valor de una mercancía, qué podría obstaculizar el ascenso y la permanencia de su vuelo.

A punto de vislumbrar un agotamiento de las estrategias, ¿qué se le podría reclamar a quien se le identifica como la plusvalía de su propio arte? Alguien que propició la resurrección performática de Marx en el ocaso de las utopías, valiéndose de fundir la superestructura pop y la base mínimal. Una producción visual que apropia las acumulaciones de Arman, los cortes arquitectónicos de Gordon Matta-Clark, las pinturas con fuego de Yves Klein, los no-lugares de Robert Smithson y las familias obreras irrumpiendo en la galería de Oscar Bony fallecido en el año 2002. Todo para concienciar la química perfecta: producir un arte conceptual que documenta y vende las locuras como si fueran paisajes de ciudades habitables para los hombres atormentados por su tiempo.