Alain Kleinmann (para Napoleón)
La historia siempre guarda sus complejidades a los ojos menos curiosos, a los menos atrevidos y ligeros. Para saber auscultarla hay que estar preparado y disponerse a dejar pasar las horas despierto, lejos de un mundo real, pero cerca de otros. Cuanto más sumergidos, entregados y vencidos por una causa así, más reconfortante es el hecho (que se disfruta con creces) de encontrar lo buscado y de mostrarlo en el momento oportuno. Por eso, el sentido inmenso del peso de la memoria se hace presente en aquellos que hurgan y encuentran, en los que no se cansan y en los que creen firmemente en lo que ha quedado grabado en el pasado y escrito en el recuerdo.
Un texto, escrito o leído, es un certero ejercicio de comunicación. Basta con que exista un medio por el que se traslade el mensaje y dos de las partes interesadas, para que ocurra el fenómeno más determinante de la evolución del hombre. Después se le agregarán los códigos y algunos elementos propios del lenguaje (los que se escojan convenientemente) y el mensaje alcanzará otras connotaciones.
El fenómeno de la comunicación es tan universal como la misma historia. Siempre tiene un sentido propio, que hay que saber desentrañar en la madeja de las cosas, y que define lo personal y más auténtico de la cultura del hombre (en toda la extensión de la palabra). Tanto como la historia, la comunicación es un fenómeno universal y, del mismo modo que se codifica y se retuerce para que algunos no lo comprendan o mal entiendan, en otros casos se abre y florece, como las buenas ideas, en la apoteosis del arte. Entonces se juntan estos dos conceptos y emana una nueva figura: la historia del arte, que no es más que el relato ilustrado (e hilvanado) de las buenas comunicaciones entre los hombres.
Un buen comunicador es un hacedor de puentes, alguien que no se cansa de construir y de propagar, porque comunicar es contagiar, es transmitir un sentimiento, unir dos cosas, conversar, tratar, informar; es hacer saber algo, es comulgar, que quiere decir estar en relación, en correspondencia perfecta y en unión.
Se cuenta que Napoleón Bonaparte fue un excelente comunicador y un amante apasionado del género epistolar, del cual dejó una buena cantidad. Tanto o más, aunque de otra manera, he querido ver en la más reciente exposición de Alain Kleinmann (París, 1953): una correspondencia entre dos franceses, uno que dialoga desde los entresijos de la historia y el otro desde la visión de un artista y su contemporaneidad.
Entonces, así, casi como si fuera el remitente de una de ellas, Kleinmann ha vuelto al dibujo en plomo, a la técnica mixta sobre papel, a la fotografía envejecida con azúcar y al libro objeto, para componer una exposición específica, algo sui géneris en su obra, sobre la memoria de un museo y los objetos napoleónicos. Tal vez quiso el destino que así fuera y se reencontrara con su pasado, al que tanto alude una y otra vez, y Alain regresara a su niñez y a los juegos de infancia en la casa de sus padres, en el hotel del duque de Ragusa, donde casualmente el Gran Corso pasó muchas de sus noches románticas y donde, finalmente, sobre la repisa de la chimenea del gran salón, la que él conoce tan bien, el mariscal Marmont firmó la capitulación de París en 1814.
Y porque la vida está llena de esos pequeños contactos con el ayer, Alain Kleinmann ha encontrado una solución visual que rescata el paso del tiempo y resalta, con elegancia, las figuras y los objetos de la historia. Pero no solo se queda en lo enigmático representativo de un retrato, de una silueta o una pequeña pintura, porque el enigma es mucho mayor. Por eso, esta vez, aborda también la arquitectura: los vitrales, las rejas, las cenefas, el patio del edificio, las terrazas y los salones de un espléndido museo, un palacio de inspiración florentina, la Dolce Dimora, que alberga desde 1959 el Museo Napoleónico de La Habana.
Una exposición así es un limpio ejercicio de comunicación: es un diálogo bien pensado, que resalta y engalana el hecho y que nos permite ver, una vez más, la obra depurada de uno de los artistas contemporáneos franceses más cercanos a Cuba y más comprometidos con la historia.