Harold Gramatges, príncipe de la cubanía
No solo su figura -alta, magra- evoca al Quijote sino en actos y obras lo es y ha sido siempre. Harold Gramatges luchó siempre, y lo hace todavía, por una presencia de Cuba en el ámbito de la música de concierto, tan destacada como la que tradicionalmente ha conquistado en la música popular.
A la edad en que la mayoría de las personas acostumbra a vivir de los recuerdos, Harold escribe nuevas partituras, atiende a diario los complicados asuntos que se desprenden de presidir la Asociación de Músicos de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y, con mucha pasión, orienta pedagógica y humanamente a las más recientes promociones de compositores cubanos. No se pierde casi ningún concierto en la capital y disfruta tanto una velada sinfónica como un espectáculo de buenos sones y magníficos boleros. «Yo siempre he dicho que la música es como un río, pero con muchos afluentes, y en Cuba tenemos la dicha de que todos estos son navegables», confesó al autor de estas líneas en 1997, a poco de haber sido proclamado merecedor del Premio Iberoamericano de la Música Tomás Luis de Victoria.
Esa alta distinción lo hizo visible en un plano superior. Era la primera vez que se confería un premio equivalente, por su alcance y prestigio, al Cervantes de las Letras. La Sociedad General de Autores y Editores, con sede en Madrid y auspiciante del reconocimiento, grabó después parte de la obra de Gramatges en un álbum doble que sirvió también para subrayar el profesionalismo de los músicos de la Orquesta Sinfónica Nacional de Cuba.
Harold nació en Santiago de Cuba en 1918. Su padre, que era una especie de hombre del Renacimiento, arquitecto, matemático, ingeniero y músico por afición, lo puso en manos de una profesora de piano cuando apenas contaba con ocho años de edad. «Fui con mi hermano a pasar la prueba y la maestra le dijo a mi padre que el que servía para la música era yo», comenta con picardía y añade: «lo que ella no sabía era que me iba a interesar otro tipo de música bien distinta a la que enseñaba. »
Lo dice porque su estética se definió a partir del contacto con la primera vanguardia cubana, la que hacia la tercera y cuarta décadas del siglo pasado tuvo en Alejandro García Caturla y Amadeo Roldán sus máximos exponentes. Fueron esenciales sus estudios en el Conservatorio Municipal de La Habana, pero sobre todo su experiencia activa en el Grupo Renovación Musical, que nucleó a mediados de los 40 a los más avanzados e inquietos autores del país.
En 1942 se trasladó a los Estados Unidos para estudiar en el Bershire Music Center, bajo la guía de Aaron Copland y Serge Koussevisky. En 1945 fundó y dirigió la orquesta del Conservatorio Municipal de La Habana, donde ejercía, además, como profesor. En 1958 obtuvo el Premio Reichold del Caribe y Centroamérica, otorgado por la Orquesta Sinfónica de Detroit, con su Sinfonía en Mi.
Entre sus más meritorias participaciones en la vida social del país se inscribió la fundación de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, la cual presidió. En ella, a lo largo de los años 50, se concentraron los artistas e intelectuales éticamente comprometidos con la salvación del país del caos republicano y se promovió el vínculo de la cultura nacional con el pensamiento estético de vanguardia a escala universal.
Al triunfo de la Revolución fue designado asesor del Departamento de Música de la Dirección General de Cultura, interviniendo en la reforma de la enseñanza de la música y en la creación de la Orquesta Sinfónica Nacional. También dio su aporte a los primeros programas de estudios del naciente sistema de enseñanza que, por primera vez a partir de 1962, democratizó el acceso a la formación profesional artística en la Isla.
Al pasar balance del repertorio sinfónico, vocal y de cámara que ha legado, este redactor escribió hace algún tiempo: «Se advierte en su obra una cumplida dialéctica entre la herencia universal y la tradición criolla. De la primera retoma el sentido del equilibrio y el rigor en el tratamiento de las formas (...); en lo visible e invisible, Harold Gramatges es un creador que piensa en cubano y se expresa como tal.»
Por esos cauces transcurren su Sinfonietta, la Sinfonía en Mi, sus preludios para piano, la ejemplar página Cantos de Villa Grasoli, para guitarra; y la sobrecogedora obra orquestal In memoriam, dedicada a evocar la grandeza épica del luchador clandestino santiaguero Frank País, quien fuera su amigo. En este 2005, la soprano Conchita Franqui y la pianista Marita Rodríguez graban el ciclo integral de sus obras para voz.
A un hombre de naturaleza ecuménica, puede preguntársele sobre la creación musical popular. Harold es un devoto de los cultores que tradicionalmente han sustentado la fama musical del país. Por ello no vacila en proclamar su admiración por Omara Portuondo y Los Papines, Buenavista Social Club y NG la Banda.
«Yo me explico la actualidad mundial de nuestras músicas populares a partir de la fuerza que posee una tradición que nunca ha decaído. Como ha sucedido en otras manifestaciones de las artes, por cualquier circunstancia de la noche a la mañana, por una ocurrencia o por la inteligencia de alguien, se empieza a descubrir algo que ya no está vigente pero que cuenta con una gran fuerza. Así se extrae y se pone a flote una nueva manera de que la música suene, ya sea dentro de lo bailable o en la cancionística. No se puede olvidar que cuando se produce este boom, a mediados de los 90, había una saturación de sonidos como los de la discoteca, que para mí es una forma de droga musical ante la cual la gente se convierte en adicta. De momento surgió algo distinto, que permite bailar y sentir de otra manera. Se crea así un espacio espiritual diferente y eso se aprecia como un hallazgo. Es como si habláramos de una mina, que daba la impresión de haberse agotado, a la que, de pronto, se le encuentra otro filón.»
Junto a la música históricamente asimilada y la de sus contemporáneos, Gramatges nutre sus vivencias de otras artes. Admira la pintura cubana de los maestros y goza de la poesía de los clásicos de la lengua española y de sus colegas de generación. Otra aventura incitante en su quehacer, y de la que apenas se ha hablado, lo relaciona con el surgimiento de la Nueva Trova.
«En los años 60 -recuerda- yo estuve al frente del Departamento de Música de la Casa de las Américas. Su presidenta, Haydée Santamaría, era una heroína revolucionaria con mucha sensibilidad y un enorme entusiasmo por el activismo cultural. Un día ella me llamó para comunicarme que sería bueno que escuchara a unos jóvenes trovadores que decían cosas distintas a los cantores de baladas de moda. No tenían nombre, después lo tendrían, pero cuando escuché a Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y Noel Nicola comprendí que algo nuevo estaba naciendo en la canción cubana. Yo les ofrecí espacio y promoción y eso es también uno de mis orgullos.»
La creación de Gramatges ha suscitado la admiración de otros grandes de la música cubana. Leo Brouwer, quien comparte con él la adjudicación del Premio Nacional de la Música, ha dicho: «Cuando se analizan sus partituras, observamos modelos de construcción orquestal.» Chucho Valdés, el notable jazzista cubano, reverencia en el compositor «el haber entendido la música como un sacerdocio». El pianista cubano de mayor reconocimiento internacional considera «el Estudio de contrastes, de Harold, una pieza paradigmática de la pianística cubana contemporánea».
Harold Gramatges parece vencer el paso del tiempo. El ejercicio que lo hace sentir más vivo es su vocación de servicio a la música: «Espacio y tiempo, he ahí dos coordenadas que se dan en la vida, pero que en la música adquieren otra dimensión. Lo que en ella sucede nos llena de misterio.»