Historias desde el fondo del mar
Los habitantes de La Española habían recibido generosos y pacíficos a Cristóbal Colón y sus hombres: les habían regalado oro. Promisoria navidad. Fortuna después del infortunio, los desvelos y temores. Pero durante el bojeo de aquella noche se sintió un brusco remezón en la Santa María: la nao capitana había encallado en los arrecifes y no hubo manera de salvarla. Algunos restos no fueron al fondo del mar, sirvieron para un precario fuerte -el primero de España en el Nuevo Mundo- de ruinosa suerte. Fue el primer naufragio, anuncio de que estas aguas paradisíacas guardaban también trampas infernales.
Aquel 25 de diciembre de 1492 comenzó una historia que durante siglos ha poblado los fondos marinos de esta parte del mundo: Mar Caribe y Golfo de México -casi tres millones de kilómetros cuadrados de superficie marina- y parte del Océano Atlántico. En 2002, la UNESCO declaró que más de tres millones de navíos y sus cargamentos yacen en los mares del planeta, muchos de ellos en aguas americanas, por las activas rutas entre colonias y metrópoli. Tiempo atrás, un especialista de la Asociación de Rescate de Galeones Españoles calculaba en más de seis mil los barcos de esa nacionalidad hundidos por todo el orbe.
Cuba, las Bahamas y los arrecifes de la Florida son los sitios de las Américas con mayor cantidad de naufragios durante la llamada Carrera de Indias, entre los siglos xvi y xviii. Según expertos, en el archipiélago cubano podrían existir más de dos mil pecios que datan del xvi al xix, especialmente en la costa occidental, frecuentada cada año por las cargadas flotas de Nueva España y de Tierra Firme, que llevaban las riquezas del Nuevo Mundo a la península.
En manos de la providencia Aventureros, buscadores de fortuna y colonizadores no perdieron tiempo. Tampoco la Corona. A poco de conocer las historias de Colón y otros pioneros, se lanzaron en tropel a las tierras vírgenes, envueltas aún en la nebulosa del mito y repletas de oro, plata, especias, riquezas sin par, según marinos y cronistas.
Cientos de galeones europeos embarcaban cada año a América. El tráfico crecía aceleradamente, a la par de las minas en los territorios conquistados y la codiciada carga que era preciso llevar a puerto ibérico. En 1549, por ejemplo, salieron de Sevilla más de 100 naves. Se calcula que entre 1503 y 1600 llegaron a España 17 millones de kilos de plata y 181 000 de oro.
Demasiada tentación para piratas y otros reinos. En 1521 comenzaron los ataques de corsarios franceses, a los que, con el tiempo, se sumarían ingleses, holandeses, portugueses y de otras naciones, en un acoso que solo mermaría con el siglo xix. En 1522, los Reyes Católicos ordenaron crear una armada para proteger los barcos de la Carrera de Indias, y años más tarde se estableció el sistema de flotas.
Pero ni así se detuvo el asedio de la piratería, que sacó harto provecho de naves con frecuencia construidas sacrificando velocidad por capacidad de carga y que, además, estaban constantemente amenazadas por su fragilidad, las tormentas y los nortes, los imprecisos conocimientos de navegación de sus pilotos, la escasez o carencia de instalaciones costeras de apoyo, señales y puertos adecuados, los fondos bajos y corrientes, incendios, explosiones a bordo y otros accidentes. Echarse a la mar era encomendarse a los designios de la providencia. Hubo flotas perdidas totalmente, Robinsones en cayos y tierras desconocidas; naves tragadas por las aguas y el misterio quedaron en la bruma del olvido y el anonimato, con sus tripulaciones y sus tesoros. Hambre, sed y enfermedad acompañaban al marino. En ocasiones, las tempestades duraban tantos días que retaban la capacidad humana de resistencia, apoyada cuando no quedaba más esperanza en las vírgenes y santos patrones.
Eran frecuentes los naufragios. Sin embargo, muchas veces los cargamentos quedaban salvados por la tripulación. Otras, las autoridades de puertos cercanos o los propios capitanes organizaban el rescate de las cargas. Sucedía también que estas fueran robadas tras el desastre por los marinos o pobladores de las costas.
Y existieron los asentistas, que con licencia de la Corona se dedicaban, a cambio de un porcentaje, a recuperar las riquezas sumergidas, en varias ocasiones a escasos metros de la superficie. En el siglo xvii, el español Francisco Núñez Melián usó una campana submarina para extraer el oro y la plata que viajaba en el galeón Santa Margarita, hundido junto a otras naves de la flota de 1622 cerca de la Florida.
En 1687, ayudado por nativos buscadores de perlas, un joven marino de Nueva Inglaterra, William Phips, halló y rescató una porción del tesoro perdido en 1641, al norte de Santo Domingo, con el galeón Nuestra Señora de la Limpia y Pura Concepción, que integraba la flota de Nueva España y transportaba 25 toneladas de oro y plata, miles de monedas, joyas y piedras preciosas, objetos que pertenecieron a la viuda de Hernán Cortés y porcelanas chinas de la dinastía Ming. Phips fue nombrado Sir por Jaime II y recibió en premio parte del botín.
Otros testimonios e investigaciones dan fe de hundimientos intencionales tramados por la marinería para apoderarse de los tesoros -algo que, según estudios del historiador cubano César García del Pino, ocurrió al navío Nuestra Señora de las Mercedes en 1698, en el litoral este de La Habana-; barcos que mal navegaban sobrecargados porque algunos gobernadores enviaban a su tierra natal botines personales y mercancías de contrabando: el Concepción, por ejemplo, llevaba tres veces el peso autorizado. Y un historiador español, Rumeo de Armas, ha afirmado que muchas rapiñas piratas fueron posibles por la complicidad de funcionarios que revelaban el derrotero secreto de las rutas.
La Garganta de las Indias La Habana fue uno de los centros capitales en la historia de la Carrera de Indias y posteriores rutas comerciales. Hacia 1550, cuando la villa tenía menos de dos mil habitantes, ya podían verse en el interior de su bahía hasta 30 navíos a la vez. Poco después, vigente el sistema de flotas, San Cristóbal fue punto de reunión para las naves que llegaban atestadas de riquezas y marineros desde Nueva España y Tierra Firme, en su camino a Sevilla.
Es larga la lista de naufragios en la rada habanera y el litoral adyacente. Huracanes, colisiones, incendios, varaduras, explosiones y otros percances hicieron estragos durante siglos en todo tipo de embarcaciones: galeones, goletas, corbetas, balandras, bergantines, vapores… tanto mercantes como de guerra, pesqueros o de cabotaje.
Según investigadores del Departamento de Historia de Carisub, los informes sobre hundimientos en la bahía durante el xvi son escasos, pero se sabe de al menos 8. El primero de que se tenga noticia fue el del navío Santa Catalina en 1537, causado por un huracán, y entre los que cierran el período colonial están los del Sánchez Barcaíztegui (1895) y el acorazado norteamericano Maine (1898). Entre ambos siglos se cuentan, por centenares la mayoría de barcos españoles pero también, sobre todo en el xviii y xix, portugueses, ingleses, franceses, estadounidenses, suecos y holandeses. Se conoce de la inclemencia de ciclones como los de agosto de 1794 (6 naufragios) y durante los meses de octubre de 1792 (8), 1796 (10), 1810 (13), 1844 (51) y 1846 (91), estos dos últimos realmente devastadores, aunque los desastres no eran raros en el Caribe: en 1780 el Huracán de la Barbada dejó 25 000 muertos en las Antillas, 8 000 de ellos en el mar principalmente por el hundimiento de una flota inglesa en Santa Lucía y otra, francesa, en Martinica.
Al igual que la costa occidental y otras zonas de Cuba, la bahía habanera es hace más de 20 años terreno de estudios, exploraciones y excavaciones de la empresa Carisub, que en los 90 llegó a ser considerada la mayor de su tipo a escala mundial en cuanto a logística y especialistas para la prospección en aguas someras.
Expertos de Carisub, en un proyecto de Juan Alvarez Fortessa (el buzo más veterano de Cuba) y Alessandro López (buzo-arqueólogo), hallaron en 1982 el Real Fondeadero de La Habana al norte noroeste del castillo de La Punta y a una profundidad entre 30 y 60 metros. El sitio contiene más de 100 anclas de todas las tipologías y abundante botellería, botijuelas y otros valiosos objetos. El trabajo en la rada, comenta López, se dificulta ante todo por los sucesivos dragados y otros procesos de origen antrópico, pero ello no ha impedido explorar y excavar pecios como el crucero de la Armada Española Sánchez Barcaíztegui (importante colección sobre la vida del siglo xix, armas, cerámicas, vidriería) y el San Antonio, cuyo cargamento de lozas, aún no agotado, está presente hoy en el Museo de Salvador de La Punta y otras obras restauradas en el centro histórico de la capital cubana.
El tiempo detenido «La diferencia entre la arqueología subacuática y la practicada en terrenos o inmuebles es que la primera aborda sitios que encierran un momento histórico determinado, congelado al instante del hundimiento, mientras que la segunda se enfrenta a sitios habitados, frecuentados o transformados por el hombre a lo largo de varias épocas. Cada pecio es una cápsula de tiempo», explica Jorge Echeverría, director del Museo de San Salvador de La Punta.
Tras el naufragio, los restos de la nave y su carga se depositan en el lecho marino. Las corrientes y marejadas pueden determinar su mayor o menor dispersión, pero a lo largo del tiempo influyen también las temperaturas, la salinidad, el nivel de oxígeno, la actividad biológica y otros factores. En ocasiones, los objetos que se hallan semejan pedazos de rocas cubiertas por corales, areniscas o algas, solo identificables por expertos o equipos de detección.
En la arqueología subacuática -a diferencia de la caza de tesoros que, en busca de oro, plata y joyas, ignora el valor histórico y puede destruir evidencias claves- la excavación avanza por estratos, precedida por rigurosos trabajos de preservación del sitio. Luego, la fase de conservación de lo recuperado, cuyo estudio propicia conocimientos sobre capítulos enteros de la historia humana, vida a bordo, costumbres y usos de una determinada época, técnica naval y circunstancias del naufragio.
El arqueólogo Robert Grenier, presidente del Comité de Patrimonio Subacuático del ICOMOS, ha profundizado en la llamada conservación in situ, contemplada en la Convención de la UNESCO. En su artículo aparecido en la publicación Patrimonio Cultural Subacuático de la citada organización apunta: «Mucha gente cree que esta cláusula in situ prohíbe en lo sucesivo cualquier excavación. Además ningún arqueólogo o científico estaría de acuerdo con un tratado de este tipo. Por el contrario el objetivo de la Convención es garantizar la conservación del patrimonio cultural submarino mundial en beneficio de la humanidad y no en provecho de algunos, como sucede a menudo actualmente. »
«Preservar en provecho de la humanidad comienza con la preservación y el acceso in situ, o bien con las excavaciones arqueológicas justificadas, parciales o exhaustivas, que desemboquen en un acceso al público por medio de museos, publicaciones, medios de difusión como las películas, videos CD ROM, sitios Web, etc. »
Sin embargo, para los cazadores de tesoros, el tiempo y el pecio se miden en oro y plata. Según la UNESCO, desde 1974 varios estudios revelaron que habían sido saqueados todos los restos conocidos cerca de la costa turca. En Filipinas, compañías extranjeras contratan a pescadores locales para excavar los numerosos pecios. En 1997, al menos 6 sociedades internacionales de cazadores de tesoros se establecieron en varios países para explotar el patrimonio subacuático de esa nación. Pillaje, exploraciones no autorizadas, explotación comercial, tráfico y posesión ilícitos… Restos de gran valor histórico son vendidos por renombradas casas de subastas y van a parar a colecciones privadas, escamoteados a la ciencia arqueológica, a su búsqueda del conocimiento y al público. Un caso sonado fue el del barco Nuestra Señora de Atocha: descubierto el pecio por el cazador de tesoros Mel Fisher y extraída su carga en 1985, esta fue vendida al mejor postor en una subasta de Christie´s que alcanzó los 400 millones de dólares.
Otro reputado aventurero –pirata moderno con tecnología de punta, podría decirse en interés de la exactitud- es Bob Marx, geógrafo norteamericano casi santificado en ciertos medios. «He descubierto más barcos y extraído más tesoros que nadie en el mundo», ha llegado a declarar, y lo ha hecho por más de 45 años, recurriendo incluso a métodos tan drásticos como la dinamita. Marx ha trabajado en al menos 60 países, algunas veces como consultor o socio de los gobiernos. Y he ahí otro de los problemas: la cacería de tesoros bajo el manto legal.
La rentabilidad ha sido también premisa del australiano Michael Hatcher, que obtuvo unos quince millones de dólares con la porcelana hallada en el navío holandés Geldermalsen, perdido en aguas indonesias en 1752. A fines de 2000, las agencias de prensa anunciaron otra de estas ferias en Stuttgart, Alemania. Más de 350 000 objetos. Y nuevamente Hatcher. Se trataba del cargamento de porcelana que transportaba el barco Tek Sing (Estrella Auténtica) en mayo de 1822, cuando zozobró en los mares del sur de China. La búsqueda –costosa y sustentada en un impresionante andamiaje tecnológico- duró aproximadamente un mes. Ya en posesión del tesoro, pero sin datos sobre el pecio, se precisaba el trasfondo histórico para darle valor, y Hatcher apuró a su investigador, quien finalmente dio con el nombre de la nave y las circunstancias del naufragio. «Tenemos la mercancía, tenemos la historia, hemos ganado», exclamó el empresario. En la catástrofe del Tek Sing murieron más de 1 600 personas, mayormente emigrantes chinos. El sitio arqueológico quedó devastado y dispersados los vestigios.
Así son los cazadores de tesoros, a menudo poseedores de florecientes empresas y sofisticados equipos, persiguiendo los beneficios que luego reinvierten en parte en nuevas devastaciones. Su objetivo es el dinero, no la ciencia; su método no es científico ni cuidadoso de la conservación, sino pragmático, basado en la maximalización de las ganancias, en el cálculo económico más que en la preservación del sitio; el resultado de su trabajo, en lugar de enriquecer la cultura y el conocimiento de la historia, destruye las huellas del pasado y queda en manos de muy pocos. A esta carrera por el oro se suman miles de submarinistas aficionados y profesionales en litorales de todo el planeta, mientras en Internet varias webs publicitan moderno equipamiento para esos fines, dirigidos a «hombres y mujeres valientes tentados por las profundidades y los tesoros ocultos en los océanos»: detectores de metales, localizadores a distancia, cámaras subacuáticas de visión infrarroja y visores nocturnos.
Ante el fenómeno, la UNESCO que al igual que el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios(ICOMOS) ya había emitido documentos al respecto reaccionó conclusivamente en noviembre del 2001, cuando fue adoptada la Convención sobre la Protección del Patrimonio Cultural Subacuático, aún no en vigor. Basada en el Derecho Internacional y el del Mar, y en principios como la soberanía y la jurisdicción sobre aguas internas, archipelágicas y mar territorial, la Convención busca impulsar la responsabilidad de los estados, la cooperación entre los países; el acceso no perjudicial a las áreas de pecios; la prohibición de las excavaciones comerciales, el comercio y posesión ilegales de patrimonio cultural subacuático, junto a otras medidas para proteger y preservar esos rastros de la historia humana.
En cuanto a Cuba, la Sala del Tesoro, en el Museo de San Salvador de La Punta, ilustra el destino del patrimonio subacuático rescatado durante más de dos décadas por especialistas de Carisub. En sus vitrinas, nutridas con objetos de los pecios Almiranta Nuestra Señora de las Mercedes, Sánchez Barcaíztegui, Inés de Soto, Fuxa, La Galera, San Cayetano y San Francisco Padre -los 5 últimos anónimos, nombrados por los sitios donde fueron hallados, en la costa occidental-, muestran barras y discos de oro y plata, con sus inscripciones que revelan la mina de procedencia, la marca oficial del reinado, el pago del diezmo a la Iglesia, el grado de pureza…
Una impresionante colección de monedas (claves para definir el momento o época del naufragio); microcuentas de oro, joyas de manufactura hispanoamericana y asiática, esmeraldas, ostentosas cadenas de moda entre los nobles; objetos de uso cotidiano como aguamaniles; pedazos de oro en bruto usados como forma de pago en América por la escasez de moneda; 2 de los 65 astrolabios hallados en el mundo –5 en Cuba- y considerados entre los más antiguos: uno de bronce, fabricado en1555, y otro de latón, anterior a esa fecha…
En otra sala, junto a la detallada maqueta de la nave, restos extraídos del Nuestra Señora de Atocha en 1985: una de las 583 barras de cobre –procedentes de las minas de igual nombre en Santiago de Cuba- que cargó el navío durante su paso por San Cristóbal en 1622. En esa flota, era la Almiranta y transportaba, además, 7175 barras de oro, 1038 de plata, miles de esmeraldas y joyas, 230 000 monedas de plata, 300 fardos de índigo y 500 de tabaco… El Atocha fue construido en La Habana en 1620, naufragó dos años después, camino de La Habana a España, y al naufragar llevaba en sus bodegas cobre cubano.
Allí, en La Punta, se puede echar a correr la imaginación entre objetos que pertenecieron a gente de otra época; entre riquezas que despertaron -y despiertan- tanta codicia y aventuras… Imaginar la angustia del naufragio, la premura por salvar la vida y los bienes, la lucha para evitar los fatales escollos, pero también lo rudo de la navegación, las prácticas antiguas del comercio, la maestría de los artesanos de las Indias… Ejercicio de memoria y de conocimiento, puerta a miles de historias dormidas en estas singulares cápsulas de tiempo.
FILOLOGÍA
La mar, el mar... no es igual.
Espaldas poderosas para cargar navíos, aliento sano de titán, brazos de verdes bíceps intranquilos para juntar o para separar. Alternativamente, actividad, serenidad, profundidad... Encendedor de sueños y apagador de rayos: El Mar.
Falso encaje de espumas hecho y deshecho en playas, bajos fondos donde encallar; entre sutiles sábanas de esmeralda y zafiro lento desperezarse de carne sensual. Simultáneamente debilidad, perversidad, oblicuidad... Arrecifes y sirtes y cenagosas algas: La mar.
El mar, la mar... no, no es igual. (Alfonso Hernández Catá, 1885-1940)
Las flotas: Hacia 1526 nuevas ordenanzas reales aumentaban el porte y armamento de los navíos y determinaban el número de 10 para componer una flota. Más adelante, en 1561, se dispuso que las flotas salieran escoltadas por una armada de galeones y carabelas, fuertemente artillados y tripulados. Luego se fijaron las rutas, sus escalas, fechas de salida y orden de navegación. Se acordó la creación de dos flotas: de la Nueva España (destinada al Golfo de México) y de Tierra Firme (que se dirigía a Cartagena de Indias). Desde España, ambas navegaban unidas hasta las Antillas (Dominica o Martinica), y en el viaje de regreso a la metrópoli tenían como punto de reunión a La Habana, donde sus estancias se alargaban durante meses. Cada flota se componía de naves mercantes escoltadas por otras de guerra. El general que mandaba la flota iba en la Capitana, a la cabeza, y era el primero en escoger galeón. Como segundo en escoger, el Almirante, cuya embarcación era conocida como la Almiranta y navegaba en la cola. Para su protección, además, las flotas incluían un regimiento de infantería llamado Tercio de Galeones, mandado por un gobernador que era nombrado por el Rey y el tercero en elegir su barco, usualmente llamado “el gobierno”. El Galeón de Manila transportaba seda y porcelana de China, marfil de Camboya, algodón de la India, alcanfor de Borneo, piedras preciosas de Birmania y Ceilán y especias como canela, pimienta y clavo. Llegados de Filipinas a Acapulco, donde se vendía una parte en las ferias, esos productos eran transportados en mulos hasta Veracruz y se reembarcaban hacia España en otra nave, con escala en La Habana para unirse a la flota. También llamado nao de China, su comercio se mantuvo hasta 1821. El sistema de flotas, establecido en 1561, permaneció durante más de dos siglos, hasta que Carlos III promulgó el Decreto de Libre Comercio, en 1778.