- Entre el bolsillo y la salvaguarda.
A comienzo de los noventa, la Plaza Mayor de Trinidad y sus inmediaciones simulaban un feudo enclaustrado dentro de la villa misma. Solo los pasos de visitantes esporádicos sacudían el silencio sepulcral que ahora muchos añoran desesperadamente, hasta que el turismo irrumpió a modo de avalancha. La ciudad comenzó a mutar.
Hoy, antes del amanecer, se percibe a los arrendadores de habitaciones a la espera del pan para el desayuno de sus clientes, a los dependientes de las paladares engalanar el establecimiento, a quienes trabajan en la candonga —feria de artesanos en vivo— con la armazón de metal al hombro para preparar su mesa de exhibición o desempolvando las esculturas, collares de semillas, manteles, bolsas… que no tuvieron suerte el día anterior.
Con semejante vorágine diaria ha aprendido a lidiar Trinidad, una ciudad cuya parálisis en el tiempo la convirtió en una suerte de mito en el vientre de Cuba, territorio donde la riqueza de los exponentes arquitectónicos, el caudal de tradiciones que conforman el legado inmaterial y la condición de Patrimonio de la Humanidad se erigen como credenciales para los visitantes nacionales y foráneos.
Mas, por si fueran pocas las veleidades sorteadas a través de los años, a partir de la ampliación del trabajo por cuenta propia la ciudad experimenta ahora otro boom económico, tan o más prominente que aquel del siglo XIX, cuando la producción azucarera cubrió de esplendor hasta el último boquete.
Dicen que a plena noche el Centro Histórico asemeja una avenida parisina a juzgar por el sinnúmero —siempre in crescendo— de restaurantes, cafeterías, hostales, puntos de venta en las arterias que circundan la zona; locales, incluso temáticos, donde usted puede degustar desde la tradicional canchánchara hasta una langosta aderezada con una salsa exquisita, bautizada con el más rimbombante de los nombres. Entonces llega la eterna dicotomía: ¿más beneficios que perjuicios o viceversa?
Hay de todo, como en la viña del Señor. Amén de cuanto pueda, o quiera, endilgársele al turismo, lo cierto es que por estos lares, donde las industrias fueron trasladadas hacia otros puntos de la geografía provincial, el sector turístico ha venido a ser una especie de impulso para cuanto engranaje se pretenda echar a andar en la ciudad. Gracias a esa inyección venida de los ciudadanos de «afuera», han sido muchos los propietarios que, ingresos mediante, lograron devolver a las casonas coloniales al menos un soplido de la prestancia con que fueron erigidas, enderezaron aleros a punto de colapsar, restauraron cocinas, patios, saletas, vitrales, pisos y ventanas, respetando, en muchos casos, la tipología original de las viviendas, o añadiendo un tilín de modernidad a espacios imposibles de recuperar.
A su vez, quienes no han dispuesto de un capital inicial para establecer un negocio en la casa donde han vivido desde los tiempos de Ñañaseré, como dicen los viejos, confían los espacios —generalmente la primera crujía— a los que disponen del efectivo, pero carecen de una posición estratégica para hacer rentable la iniciativa; un toma y daca que, a la postre, se traduce en la restauración de un edificio.
Tal vez el misterio que ha envuelto a la Ciudad Museo desde la lejana fecha
de 1514, cuando las huestes de Diego Velázquez de Cuéllar amarraron las embarcaciones a orillas del río Guaurabo, se fortalece con el paso de los siglos. Solo así lograría explicarse cómo a menos de un lustro en que el sector no estatal se afianzara en la villa, las licencias vigentes hasta el cierre de septiembre de este año sobrepasen las seis mil, según precisiones de funcionarios de la Dirección Municipal de Trabajo y Seguridad Social.
Si bien Cuba ha despertado en función del cuentapropismo, el fenómeno de Trinidad bien pudiera merecer la atención de una pesquisa desarrollada desde el campo científico para aquilatar la envergadura de un proceso donde, pese a escasos conocimientos de marketing o estrategias de mercado, el olfato de comerciantes incipientes les ha permitido dilucidar que la clave del éxito, al menos en el territorio, no va encaminada a la mímesis de establecimientos paradigmáticos de resto del mundo o el país mismo, sino a explotar el patrimonio local en pos de la recaudación de ingresos, iniciativa que a veces parece escapárseles a quienes lideran instituciones estatales, al convertir algunas de ellas en franquicias
de un producto nada afín con el arsenal de tradiciones que ostenta la tercera villa
de este archipiélago.
Por eso no resulta pura coincidencia las sillas vacías añorando comensales en algunos establecimientos oficiales, y ver cómo los moradores pasan por delante y apenas reparan en ello, eligiendo como sitio para comer en familia o tomarse un café aquel a cargo de un emprendedor, trinitario o no, acaso por la atención en el servicio, la calidad y novedad en las ofertas. Para tomar cerveza o ron y caer en la embriaguez, sin embargo, siempre sobrarán espacios. En tal sentido, por mucho que se empeñen en negarlo, el sector cuentapropista ha tenido luz larga.
Dicen los profetas populares —dueños de verdades irrefutables en su mayoría— que llegará el momento en que no quede un solo local inmune al cuentapropismo. Puede ser. Transitar por la calle Desengaño, Rosario o Cristo provoca la sensación de recorrer un bazar sobredimensionado. Quizás la organización de ese ajiaco sea un aspecto que merezca revisarse: delimitar la confluencia de un arte de excelencia con otro más enfocado en propósitos comerciales que en la autenticidad o calidad plástica, velar por la reproducción desmedida de suvenires en diversos puntos de venta —carros nacidos a partir del reciclaje de latas, collares de semillas, tallas de mulatas con figuras despampanantes…—, defender las labores de aguja signadas por la exquisitez, no otras que apenas merecen llamarse randa.
Aun cuando ha visto deprimirse la vida cultural que otrora la convirtió en un sitio de referencia, recientemente un puñado de artistas —también emprendedores locales— intentan recuperar los años de silencio y volverla a entronizar como la tierra fértil para las artes; despertar paulatino a mano de pinceles, lienzos, esculturas, fotografías… que apuestan por lo genuino.
Pese a las miradas de recelo y pensamientos ortodoxos que todavía invaden a los moradores si de iniciativa no estatal se trata, pese a que deben saldarse no pocas deudas en cuanto a la conservación del legado espiritual de la ciudad y desterrar costumbres ajenas a la identidad del terruño, pese a que de vez en cuando se echen en falta sabores tradicionales o los pregones hilarantes, Trinidad intenta enfrentar la avalancha que un día la sorprendió.
Aunque lleva sobre sus hombros una existencia de más de medio milenio, la ciudad nacida a la falda de una loma demuestra que el patrimonio, utilizado con inteligencia, puede ser rentable, capaz de construir un discurso auténtico y seducir a turistas y cubanos. Con la parsimonia de una dama envejecida, la ciudad confía en sus hijos, con la esperanza de que encuentren siempre el equilibrio entre el bolsillo y la salvaguarda.