Mucho más tranquilo y eficaz en su análisis de un peculiar fenómeno artístico local, vuelve Santiago Rueda con Una línea de polvo. Arte y drogas en Colombia, texto ganador del concurso distrital de ensayo histórico o crítico sobre el campo del arte en Colombia, 2008. Tranquilo, porque a diferencia de lo que sucedía en su libro anterior,1 el tema de investigación parece resultarle menos apremiante en términos profesionales. Eficaz, porque propone –y sabe que lo está haciendo–, un examen preliminar sobre la manera en que algunos artistas colombianos han tratado el asunto de la droga ilegalizada en sus obras.2 Sobre esto último, es de agradecer que la investigación de Rueda no se sobreactúe haciendo sugerencias de tipo pedagógico-terapéutico,3 conformando inventarios preocupados4 o justificando absurdas declaraciones de dominio territorial como, por ejemplo: “El principal objetivo de EE.UU. es prevenir el flujo de drogas ilegales a Estados Unidos, así como ayudar a Colombia a promover la paz y el desarrollo económico, ya que contribuye a la seguridad regional en los Andes”.5

Y para lograr este efecto, Rueda comienza por darnos una definición del fenómeno. Siguiendo una serie de autores que han tratado el asunto desde las ciencias políticas, el periodismo de investigación o las ciencias humanas, se nos indica que la lectura del asunto debe iniciarse distinguiendo entre el concepto “problema narco” y el más popular, “narcotráfico”, puesto que el primero abarca una dinámica económica más amplia que, en palabras de Saúl Franco, “incluye los momentos de producción, procesamiento, tráfico y consumo de ciertas sustancias psicoactivas ilegales”, donde el tráfico vendría a ser “sólo uno de los momentos del proceso”.6 Esta idea se refuerza en retrospectiva con un señalamiento que apareciera en el texto que acompañó la exposición Political instruments, con fotografías del mismo Rueda, se afirmaba que parte de su interés por tocar este tema era el de sondear la “instrumentalización de la violencia y […] las relaciones que se pueden establecer con la guerra como una forma de vida”.7 Continuando este trazado, Una línea de polvo… traduciría cuatro años después el mismo afán por integrar la producción visual de varias generaciones de artistas colombianos con las circunstancias sociales específicas que enfrentó la sociedad en que ellos debieron desenvolverse.

De ahí que la pregunta que ronda los tres primeros capítulos del libro parezca ser “¿qué fue lo que hizo a nuestros artistas contemporáneos de esa época tan estólidos, tan distraídos?”, para proponer una serie de respuestas cuyo análisis excedería los límites de Una línea de polvo... Según Rueda, la desaprensión del campo artístico local durante los años setenta y ochenta frente al ascenso de la cultura mafiosa podría obedecer a la conjunción de:

–Unos mecanismos cuidadosamente racionados de promoción de las propuestas de artistas más jóvenes. Para la década de 1970 y los primeros años de la de 1980, “el limitado espacio para el surgimiento de nuevos artistas y las pocas oportunidades que ofrecían los Salones Nacionales [de Artistas] y demás muestras dedicadas a la plástica local [se destacaban por mostrar el fuerte] predominio de unos pocos nombres”.8

–Una posible expresión de rechazo contra la politización superficial y la militancia paternalista que despertaron buena parte de las propuestas artísticas de los años setenta. En los ochenta se dio una vertiginosa (y bobalicona) asimilación del posmodernismo en su versión más conservadora –llámese neoexpresionismo o transvanguardia– por parte de una generación de artistas especializados en el exterior, que retornó al país y determinó en gran medida que un amplio volumen de la producción artística contemporánea se decantara por la promoción de experimentaciones que repudiaban en su formulación “las preocupaciones sociales y políticas que tanto eco tuvieron en la década anterior”.

–Una activa intervención de la mafia en la orientación de algún segmento del mercado de arte, sobre algunos criterios de producción de algunos artistas y sobre algunas formas de negociación de algunos galeristas: “[mientras] en esta década la mafia se interesa en la adquisición masiva de obras de arte, no sólo como medio de ascenso social, sino en su función económica, ya que es precisamente en este momento cuando el mercado del arte global se dispara, asociado al sistema financiero –legal e ilegal– [por otra parte] el mercado del arte local no era ajeno a la demanda que generaba el tráfico de drogas y, aunque aún no se ha establecido el papel que los marchantes, galeristas y coleccionistas de arte han tenido como beneficiarios directos o indirectos, conscientes o no del tráfico de drogas, el boom narco explica en gran medida los elevados precios que el arte colombiano empezaría a tomar a partir de entonces”.9

–Una crítica igualmente despistada. Aunque en esa época Eduardo Serrano escribiera quizá el único texto que valga la pena leer de su tortuosa producción y que en él hiciera mención al asunto –picaronamente, por supuesto–, no siguió tratándolo con atención. Desde la perspectiva de Santiago Rueda, entre la miríada de críticos que ejercían en esos días, sólo Serrano fue quien tocó el tema.

Rueda continúa en los noventa, tratando de mostrar cómo se fue configurando el acercamiento hacia el problema por parte de los artistas locales. En este punto llega a plantear un enfoque algo cómico sobre este fenómeno, al citar a la coordinadora del proyecto Por mi raza hablará el espíritu en México: Paloma Porraz, quien en 1996 sentía la misma preocupación que Rueda respecto al campo artístico colombiano. Para Porraz, parecía “que entre los artistas colombianos existe un consenso sobre la realidad y la forma en que la violencia y la incertidumbre alimentan su creatividad e intensifican su reflexión”, y en comparación, “después de analizar las actitudes de los artistas [colombianos] hacia su realidad circundante nos preguntamos por qué los artistas mexicanos no están interesados en su entorno”.10

Unas páginas más adelante Rueda pasa a hablar del imprescindible José Alejandro Restrepo (aunque planteando una ecuación algo problemática dentro de la estructura del libro: 1. La obra “Musa paradisíaca” es el trabajo que mejor toca el tema narco), y enumera otra serie de artistas que trabajaron el asunto, configurando lo que es quizás el núcleo más fuerte de su reflexión: el arte joven introdujo el tema de la economía y los valores culturales narco dentro de los espacios convencionales de circulación artística, ampliando su influjo incluso hasta los valores ya consagrados.11

Para afianzar esta idea, lanza una serie de hipótesis que, de hecho, hacen necesarias más indagaciones de este tipo. Entre ellas se encuentra la eterna pregunta sobre el nivel de implicación del dinero administrado u obtenido por la mafia dentro del mercado y la circulación del arte local o la duda sobre la ausencia de un mayor número de curadurías que aborden el tema. Aunque sobre esto último vale la pena decir que Rueda se atreve a postular como punto de quiebre la exposición Status quo,12 donde se “anuncia para las artes visuales colombianas su ingreso al género narco”; lo cual no es poca cosa, sobre todo porque apuntala la idea de que el proceso de inoculación del tema, y de su mano, del arte joven, comenzó a realizarse dentro de la institucionalidad artística colombiana a partir de la segunda mitad de la década de los años noventa, donde gestores como José Ignacio Roca resultan fundamentales.13

Luego de seguir el recorrido propuesto por Santiago Rueda, de contrastar su análisis de las circunstancias sociopolíticas en relación con su impacto dentro de la producción del arte colombiano hacia finales del siglo xx (y de sentir admiración y envidia por no haber hecho algo parecido), es posible preguntarse si la anuencia y proliferación que han venido mostrando este tipo de propuestas en múltiples escenarios, ha servido de algo. Es decir, si se podría pensar que porque hay –y muchas– versiones sobre tráfico de droga, consumo, customización de objetos para disfrutar mejor la sustancia y Tania Bruguera, podría decirse que los artistas han logrado realizar una adecuada comprensión del asunto. O si, para tranquilizar a aquel segmento del público que suele preguntarse sobre el-nivel-de-compromiso-de-los-artistas-jóvenes, hay un argumento para decir que los artistas ahora sí miran hacia los problemas de su país. Lo cual tampoco es para alegrarse, pues mirando el momento donde termina la revisión de Rueda estamos en posibilidad de hacer el balance de un amplio grupo de expresiones relacionadas y tratar de decidir si los artistas involucrados han terminado postulando un tipo de estilo nacional tipo exportación, que incluya dosis variables de droga, exotismo, pornomiseria soft, remedos de cultura juvenil, cinismo y ambigüedad. Volviendo a Rueda, sí, hacen falta más curadurías que observen panorámicamente el problema. No basta con citar nombres ya consagrados.

Santiago Rueda Fajardo: Una línea de polvo. Arte y drogas en Colombia, Alcaldía Mayor de Bogotá, Fundación “Gilberto Alzate Avendaño”, Bogotá, 2009.