Rastros Locales
La muestra Rastros: el ojo privado corresponde a una iniciativa de artistas que montan una empresa de registro y traslado de las huellas que habilitan sus acciones fuera de las escenas artísticas de las que cada uno proviene. A tal punto, que en su afirmación de autonomía declaran la preeminencia del rostro como configuración de un mapa de tensiones identitarias que transfieren homogeneidades y discontinuidades que anudan simbólicamente la representación de los cuerpos, en coyunturas culturales severamente averiadas por estrategias estatales de aniquilación de la noción misma de ciudadanía.
Las obras aquí expuestas hilvanan decisiones formales, que tienen en común una obstinada fascinación por lo que denominaré instancia sudario del discurso reparatorio. En este campo, ya sea mediante monocopia o por simple ejecución autógrafa, la representación afirma el deseo de recolectar gráficamente los residuos de los cuerpos, como si se tratara de una medición de intensidades que reproduce la posición excéntrica de cada uno de ellos en una articulación de escenas locales sometidas a prevenciones éticas y materiales de diversa consistencia.
Hablemos de escenas: se trata de configuraciones institucionales mínimas en las que se reproduce el relato mítico sobre el origen de las prácticas, en una historia que se articula a partir de discontinuidades combinadas. Las contemporaneidades no son homogéneas y no se realizan de manera simultánea. A lo que se debe agregar que los montajes, los encuadres, las localizaciones, no hacen más que delimitar el rango de intervención de acometidas gráficas significativas. En el discurso, parece que tuvieran todas el mismo valor: Posadas, Cabichuí, la Lira Popular. En la materialidad, las pinturas nacionales se diversifican como si fuesen analogías disipativas del paisaje, de las fuerzas telúricas, de las epopeyas industriales convertidas en mapas de relaciones simbólicas.
La proveniencia diferenciada de los artistas cuyas obras han sido reunidas y expuestas en el Centro Cultural San Marcos de Lima, luego en el Centro Cultural El Cabildo en Asunción del Paraguay, en el Museo de Arte Contemporáneo de Valdivia y finalmente en el Centro Regional de las Artes en Zamora (Michoacán, México), consolidan un momento decisivo en la producción de una lectura minoritaria de las relaciones inter-zonales. Éstos son los espacios en que las iniciativas de los artistas se adelantan a las políticas públicas y señalan los rumbos a seguir, a partir del diagrama implícito en sus obras. En este sentido, plantean la preeminencia del ojo privado respecto del ojo público; siendo, el primero, condición de un encuadre que sostiene la existencia de la iniciativa individual, mientras que el segundo, se somete al autoritarismo programático de las instituciones de cultura.
El ojo privado es un afecto de estilo forjado en la guarida, como situación de retracción formal. Valga decir que Antonio Guzmán, Paté, Patricio Bruna, Víctor Hugo Bravo, Isabel Montesinos, Héctor Siluchi, por mencionar a algunos chilenos, son oriundos de Valparaíso, un puerto cuya configuración espacial y su historia de merma barrial permite que los artistas puedan disponer de espacios propios que favorecen la retracción, y por qué no decir, una cierta autorreferencialidad que por momentos llega a jugar en contra. Los artistas se refugian en sus cuarteles y se abstienen de establecer relaciones sociales abiertas, desarrollando prácticas que acrecientan la defensa imaginaria y fortalecen la no pertenencia a un circuito real.
El ojo público, en cambio, da lugar a aquel autoritarismo “blando” que apela a la disolución de las iniciativas individuales y se refugia en la mitología de “lo colectivo”, que al final de cuentas, sólo es un modelo de vigilancia mutua que impide la interlocución crítica. Sin embargo, en la vida de las comunidades locales de artistas, tiene lugar un momento propiamente especial, deudor de lo que llaman la lógica del clinamen, ese impulso de la lateralidad productiva que en la desviación genera una dinámica nueva. En esto consistió el trabajo operativo de Antonio Guzmán en Valparaíso, pasando primero, en los años noventa, por la experiencia autodefensiva del ojo privado, que ha dejado un rastro, reconocible hoy día en esta exposición, como efecto de este dispositivo de auto-producción.
En efecto, en los años noventa, un grupo de artistas de Valparaíso, todos ellos pintores, experimentaban la exclusión –por ser pintores y por vivir en Valparaíso–, de parte de las hegemonías discriminantes de la escena plástica metropolitana; es decir, de la que tenía lugar en Santiago. Pero al respecto, tendremos que aceptar la hipótesis de que en los países que esta exposición ha visitado, ocurre “más o menos” la misma situación: las escenas locales son discriminadas por la producción hegemónica que domina la circularidad de los mercados y de la distribución de la tasa mínima de legitimación. De este modo, en los noventa, este grupo de pintores se autoerigió en el grupo de los pintores portugueses, que pintaban-paisajes-por-poca-plata-para-poder-pasar-por-parís.
El chiste de los noventa conducía a la concreción de un deseo orgánico, sostenido por la voluntad de inscripción auto-producida desde los lindes de la escena oficial. El único programa que los unía era del orden de la complejidad afectiva de una auto-defensa expandida, que entendía la necesidad de salir de la guarida y establecer relaciones entre artistas; es decir, iniciativas de trabajo formal con vistas a concertar una plataforma de circulación subalterna. Sólo que al cabo de una década, el propio Antonio Guzmán buscó a algunos antiguos de esa otra experiencia y los convocó para hilvanar una muestra que pudiera reunir la conjunción de heterogéneas formas de sobrevivencia minoritaria. Si bien, los artistas que convoca, finalmente, no todos ocupan una situación excéntrica en relación a los lugares predominantes de la producción en cada país. Hacer comparaciones resultaría enojoso.
Desde el punto de vista de la acumulación orgánica de fuerzas sólo es posible hacer alianzas asimétricas, para poder forjar espacios de reconocimiento que no dependan de los mercados dominantes ni de la distribución de legitimaciones institucionales. Existen otros campos, otras formas de hacer circular las producciones, otras formas de compartir supuestos formales deslocalizados.
Únicamente de este modo Antonio Guzmán podía “inventar la pólvora” para generar una experiencia de circulación desde los bordes, especialista –como siempre lo fue–, en navegación de borde costero, que supone una flexibilidad ligera para sortear arrecifes, roqueríos amenazantes, radas de bajo calado, en oposición a las disposiciones duras de los navíos transcontinentales. De algún modo, lo que ha hecho es repetir la frase todos-somos-pintores-portugueses, reu- niendo un conjunto de obras en soporte blando, como si fueran telas de veleros arcaicos dobladas después del uso mercantil para ser desvinculadas del comercio y pasar a asumir funciones de envoltura en las artes funerarias. De este modo, lo que estas telas transportan es la memoria de unos cuerpos que jamás han dejado de estar presentes en los inventarios fantasmales del dolor irreparable. Pero que, como en la pintura de Ricardo Migliorisi, remedan la disposición de los cuerpos para ejecutar su condición de en/sobramiento, como si los residuos orgánicos fueran nada más que las letras sustitutas que hacen cuerpo sobre la sábana sobrecargada por el conocimiento que proyecta materialmente el olvido. Es así como el ojo público negocia la negación del deseo y hace de la frustración figural una política de representación.
Rastros: el ojo privado. Exposición de emblemas conyugales desplazados y convertidos en insignias que enseñan el origen de la facialidad, como si estas prácticas pictóricas contemporáneas no fueran más que una declinación del paño que recoge el Vero Icono. No puedo sino hacer mención a la pintura de Watteau, A l´enseigne de Gersant, donde unos mozos de tienda retiran –¿o embalan?– la imagen del monarca. ¿En/sobran la imagen? La caja de embalaje opera como la metonimia de un sarcófago que acoge el sueño del deseo asociado a la diseminalidad de la imagen como insignia. No hacemos sino volver a plantear –de más o de menos– los mismos problemas. Entre Watteau y Zurbarán, lo que permanece es el des/pliegue y el pliegue que determina las condiciones de una cartografía del poder de la representación.
Julio, 2009