La Alternativa Bienal
Sin detallar los factores que posibilitan estos singulares acontecimientos puedo afirmar, de inicio, que existe un claro desbordamiento de los contenidos del arte, de sus formas, de sus estructuras de exhibición, un auge de los cruces disciplinarios que posibilitan concebir una obra en la que el artista acude no sólo a los materiales, instrumentos y técnicas tradicionales, sino también a la estadística, a la sociología, a la antropología y al cine, buscando expresar más de lo hasta ahora alcanzado; es decir, elaborar un discurso artístico más complejo en la medida en que la realidad, la vida, se ha tornado también mucho más compleja.
Experimentamos en el planeta un progresivo aumento de los eventos dedicados a la promoción y a la comercialización del arte. Ahí están, en un primer nivel juntas pero no revueltas, las bienales, las subastas y las ferias para demostrarlo: cada una con sus especificidades, territorios, dominios, claro está, pero hoy vemos cómo se benefician unas de otras, aun cuando son conceptual y estructuralmente diferentes.
En ocasiones intercambian métodos para atraer público y expertos sin prejuicios de ningún tipo. Y, por si fuera poco, a ellas habría que añadirles cada año nuevos eventos en el panorama general del arte, tales como programas de residencias de artistas, becas, talleres, festivales especializados, proyectos internacionales, que multiplican aquí y allá la presencia de artistas de (y en) cualquier lugar del mundo. Estamos, pues, a las puertas de un fenómeno complicado, nada fácil de desentrañar, comprender, desmontar, donde mucho tiene que ver la nueva actitud del artista ante la realidad que vive y ante la propia realidad del arte.
Si hubiese que localizar el origen de todo esto, no dudaría en aseverar que tuvo lugar en el ya lejano 1917, gracias al gesto del artista francés Marcel Duchamp cuando decidió colocar un urinario de porcelana blanca, firmado con seudónimo, en el interior de una galería neoyorkina. Su gesto provocaría, quizás sin una conciencia total acerca del mismo, y sin repercusión inmediata, un verdadero cisma en la historia del arte: en lo adelante ya nada sería igual. Esta actitud desencadenó progresivamente una respuesta contra lo “establecido” en otros artistas hasta convertirse así, con modalidades diversas, en una reacción contraria hasta de lo propiamente alternativo, disonante, durante años y décadas sucesivas.
Hoy, el conocimiento de la realidad material y del individuo –gracias al desarrollo de la ciencia, la tecnología, las comunicaciones– está al alcance de casi todos los seres humanos y no solamente de los artistas, pero son éstos los que asumen ese sentimiento de que todo puede cambiar, de que todo es susceptible de transformación más allá de los límites impuestos por las instituciones y la sociedad. De ahí la constante reacción no sólo en el ámbito específico de la creación sino, por ejemplo, contra los modos tradicionales de exhibición de obras al desbordar el espacio cerrado de la galería y salir al espacio total de la ciudad en un intento por alcanzar al peatón, al ciudadano, a aquellos que permanecen indiferentes al arte.
Esta actitud abre caminos insospechados en la histórica relación de las expresiones artísticas y el individuo, y ha dado lugar en los últimos años, a una las más interesantes y controversiales manifestaciones del arte contemporáneo: la llamada estética relacional o arte de conducta, que se expande rápidamente por los confines con infinitas variaciones. Si, por otro lado, tomamos en cuenta la capacidad del artista para absorber la información que gravita a su alrededor por las vías auditiva, táctil, olfativa, no sólo visual, el asunto se complejiza.
Nos coloca a críticos e historiadores ante la necesidad de reconocer modos de expresión mediante el uso de estos sentidos en la elaboración de los discursos estéticos. La multiplicidad de problemas que deben preocuparnos a todos pero en particular al creador hoy, en cualquier lugar, lo convierten, querámoslo o no, más que en artista, en un intelectual otro, casi en idéntica medida que filósofos, ensayistas, sociólogos, académicos, escritores.
Estamos en presencia pues de un individuo dispuesto a contribuir al pensamiento actual, al debate público de cualquier problema, dejando atrás aquellos tiempos en que el artista estaba atento a lo bello, a la creación pura de formas, a la descripción de la naturaleza y de la sociedad. Su actitud hoy es, por ende, más crítica que en tiempos pasados, impulsada por la conciencia de un rol más activo que pasivo.
Sería ilusorio describir todas las posibilidades que se abren hoy al artista y al arte. Bastaría decir que son mucho más complejas y numerosas que cuando surgieron los primeros salones en el siglo xviii o se inauguró la primera Bienal Internacional de Arte en el mundo, en la ciudad de Venecia, a finales del siglo xix: 1895, para ser exacto.
¿Cómo entonces mostrar, ver, palpar, lo que está sucediendo alrededor nuestro y, a la vez, en tantas partes diferentes? ¿De qué manera contribuir para que el público entienda mejor la velocidad de los cambios que ocurren en el universo del arte, así como la aparición de propuestas y tendencias, o el sentido de ciertas instituciones, de la enseñanza actual, o el significado de las diversas escalas en la producción simbólica? La galería tradicional parece no ser suficiente para tan gigantesca empresa.
Tampoco el museo a pesar de sus ricos acervos, su tradición, su historia. Menos aún la feria de arte, de corta duración en el espacio y en el tiempo. Es ahí cuando entra a desempeñar su papel la Bienal como alternativa posible, factible, y junto con ella la figura del curador, eje sobre el cual ha de girar y articularse el complicado entramado del evento.
Sin entrar a relatar o detallar el surgimiento y significado de este nuevo tipo de intelectual, todo parece indicar que apareció en la década del 80 para llenar un vacío del sistema del arte contemporáneo que ni siquiera los conservadores y coleccionistas, historiadores y galeristas, críticos y académicos, existentes ya en tantos sitios y ciudades importantes, habían logrado. La bienal surge para convertirse en un hecho real al mostrar cada dos años, y por espacio de uno, dos, y hasta tres meses, buena parte del sistema del arte cuyas bases, procesos y perspectivas se desarrollan hoy en progresión geométrica a diferencia de otras expresiones de la cultura: cine, literatura, danza, teatro, música, arquitectura, limitadas a una progresión aritmética.
A pesar de que la bienal es sometida a críticas constantes en tanto “modelo” hegemónico, global, dominante en opinión de algunos para la exhibición múltiple e integral de obras, todavía no ha aparecido otro evento más eficaz que pueda reemplazarla en la actualidad. El surgimiento y desarrollo de nuevas naciones y el consiguiente aumento de producciones simbólicas, indicó que Venecia no era suficiente para “mostrar” lo que acontecía.
A mediados del siglo xx surge, pues, en el continente americano, al otro lado del Atlántico y de la vieja Europa, la Bienal de San Pablo, a imitación quizás de la pionera italiana pero con intereses marcados por superarla desde su primera edición en 1951. Su influencia regional no se hizo esperar, ya que años más tarde se suman a ella las de Medellín, San Juan, Cali (durante los años 70), hasta que La Habana, Cuenca, Santo Domingo, Lima, fundan las suyas en la década de los 80, casi a la par de otras en lejanas tierras: Sídney, Estambul, El Cairo, Dakar, Lyon, Liverpool. Durante las décadas de los 90 y del 2000 irrumpen con fuerza Mercosur, Kwangju, Butan, Sharjah, Praga, Moscú, Sevilla, Valencia, Ushuaia. Con toda probabilidad, en estos instantes, deben estar ya surgiendo y organizándose otras en alguna ciudad que desconocemos. De manera modesta, con perfiles bajos –no internacionales como las mencionadas arriba–, aparecieron otras en América Latina si repasamos Colombia, México, Venezuela, imbuidas principalmente por el reconocimiento de su producción artística local.
En Centroamérica, a partir de ese mismo criterio nace en 1978 la Bienal de Arte Paiz en Guatemala, a instancias de una fundación privada de igual nombre, que de inmediato logra repercutir en otras instituciones similares del área –empresariales, bancarias– hasta alcanzar la totalidad de sus países: Costa Rica, El Salvador, Panamá, Nicaragua, Honduras, en un intento por revitalizar sus escenarios tradicionales y el mayor espacio cultural de la región.
Mientras esto sucedía en nuestro continente e islas, a lo lejos, la ciudad de Venecia ampliaba su espacio cultural al organizar paralelamente bienales de cine y de arquitectura, y se dedicó a redimensionar su histórica Bienal de Arte yendo más allá del cerrado marco de los pabellones nacionales mediante la inclusión de eventos paralelos que, en algunas ediciones, alcanzaron la suma de 34 con algo más de 500 artistas participantes. De gigantesca vitrina internacional del arte, concebida para “ponernos al día” y concentrada principalmente en el área de los Jardines de Castello, se convirtió en un gigantesco espectáculo visual por toda la ciudad.
Esas bienales que surgieron más tarde, sin embargo, no siguieron fielmente el modelo italiano de vitrina –aunque sí se interesaron por los eventos paralelos y exposiciones especiales, incluso de carácter histórico y ensayístico– ya que los tiempos exigían un tipo de evento más afín a la necesidad de dotar a sus contextos de mayor configuración intelectual a partir de la invitación también a reconocidas figuras de la historiografía y la crítica, las instituciones académicas, la promoción, en medio de cuestionamientos a aquel modelo arraigado en Venecia.
De ahí que lucharan por imprimirle un cierto carácter reflexivo; es decir, la bienal como espacio y encuentro para el debate y la confrontación de ideas –no sólo para la exhibición de obras– y escenario idóneo para la realización de proyectos capaces de movilizar en profundidad la opinión pública al elevar el grado de conciencia sobre la propia naturaleza del arte, la cultura y la sociedad.
Las obras, los proyectos artísticos, concretados formalmente o en procesos, devenían así medio extraordinario para transformar las nociones del arte mismo, sus alcances, sus territorios, sus modos de integrarse e insertarse en otras esferas de la vida, asimilar entrecruzamientos con otras disciplinas, seducir a más amplios sectores de público. Es en medio de ese contexto ideológico y cultural que surge la Bienal de La Habana. Prácticamente desde su inicio asume estos fundamentos necesarios que ya se encontraban en boca de muchos.
Su desarrollo acelerado propició que, en su tercera edición, 1989, sentara las pautas para una profundización de tales fundamentos e iniciara así un camino más prometedor que otras en el mundo. Gracias a ella surgió un pensamiento nuevo en torno a este tipo de evento internacional, aunque no haya impactado lo suficiente sobre las modestas bienales nacionales abundantes en tantas ciudades de Latinoamérica, ya que éstas no lograban comprender aún su papel en tanto puentes de comunicación entre artistas, instituciones y público, ejes movilizadores del pensamiento, espacios culturales amplios, ejercicios de recapitulación y, sobre todo, contribución a la memoria colectiva de cada país y del mundo por su resonancia en la vida social y política.
No está de más apuntar que la mayoría de las bienales nacionales en nuestra región aparecieron en momentos difíciles debido a conflictos locales intensos, auge de la violencia, dictaduras militares, pobreza extrema, analfabetismo, corrupción, desapariciones y secuestros, que las mantuvo, de alguna manera, alejadas de los cambios operados en el mundo del arte a nivel global.
No era para menos. Y si a ello añadimos el tradicional desinterés regional hacia la cultura, entenderemos mejor su escasa trascendencia en el interior de sus contextos particulares. Hoy, a varias décadas de distancia de la primera creada en el continente, descubrimos que el mantenimiento de la mayoría de nuestras bienales ha sido posible por el apoyo de entidades privadas, empresas tenaces, promotores individuales y grupos que luchan frente a toda adversidad.
Con sus logros y sus defectos, con sus virtudes y desaciertos en cada uno de nuestros países, podemos preguntarnos, sin embargo: ¿qué mejor espacio para captar, cada dos años, el vertiginoso desarrollo del arte, la variedad de sus expresiones, las líneas de pensamiento que las acompañan, que una Bienal de Arte? La Bienal está llamada a desempeñar ese papel aglutinador, movilizador, de individuos y sectores sociales hacia un propósito común donde convergen acciones de la comunidad artística e intelectual, local y global, aún cuando Centroamérica, América del Sur, no hallan todavía una definición adecuada, efectiva, de sus megaeventos en el campo de las artes visuales.
Más allá de los contextos en los cuales surgieron y de los actuales, mucho mejores por cierto, nuestras instituciones especializadas actúan, por lo general, de forma fragmentaria, subordinadas a sus exclusivos intereses y no ven el extraordinario potencial que las bienales significan para la cultura y la memoria en sus disímiles niveles. En la década de los años 90, por ejemplo, Venezuela contaba con cerca de diez bienales regionales, casi una por cada Estado, y se pueden contar otras en varios países del continente.
Lo curioso es que la mayoría no logra insertarse en esos territorios donde se libran las más intensas batallas por el enriquecimiento espiritual e intelectual de la sociedad: su aparición fugaz en los medios de información sirve mayormente para dar a conocer a artistas ganadores y respaldar las campañas de relaciones públicas de sus patrocinadores. Hasta ahí, o quizás un poco más. El medio académico, las instituciones dedicadas a la investigación, historiadores, críticos, curadores, artistas reconocidos, estudiantes de arte, permanecen al margen.
Sin embargo, Latinoamérica está hoy en mejores condiciones para afrontar el desarrollo de sus eventos culturales ya que existe una mayor conciencia regional, continental, en tanto grupo o comunidad de naciones; hay un papel más activo de sectores sociales antaño marginados de las instancias de poder; se fundan bancos a nivel continental y se crean uniones de naciones en el lado sur; surgen bloques económicos regionales y se reconfiguran las relaciones históricas con Europa y los Estados Unidos.
Las bienales actuales, sean del nivel que sean, por consiguiente, debían reflejar (o ser) eco de estos cambios fundamentales, puesto que en cada uno de nuestros países existen intelectuales formados en la crítica y en la curadoría, en la historia y en las investigaciones lo suficientemente informados acerca de cuanto acontece en el universo del arte contemporáneo.
Con más razón que entusiasmo, es hora de que sean convocados a la acción como agentes del cambio, figuras capaces de asumir los nuevos tiempos que vivimos y de hacer oír sus voces, nuestras voces, como comunidades, pueblos y naciones en el concierto universal.
El curador está en condiciones de otorgar visibilidad pública a las complejas expresiones artísticas que hoy experimentamos, sin que ello signifique restar protagonismo a las obras y proyectos de arte que son, en primera instancia, el sentido de una bienal o de cualquier otro evento similar. La bienal es un desafío para todos los involucrados en ella. El reto mayor que nos ocupa hoy.
Una apuesta y un riesgo por sostener una vigorosa y fructífera relación con el público desde el punto de vista ético, pues cada edición pone en juego una multiplicidad de valores culturales, morales, sociales, políticos, en los que no tienen cabida, por cierto, las exacerbadas cifras y los cantos de sirena del mercado que cada día constituyen el mayor peligro de las bienales.
El mercado se ha convertido en un espacio donde se sancionan, “santifican”, obras y artistas por encima de cualquier otro valor, incluso el histórico. El mercado, se sabe, ha revitalizado el coleccionismo, tanto público como privado, las ventas y subastas, y ha colocado en las nuevas bolsas de valores a numerosas ciudades del planeta adonde acuden gentes de todas partes, ya directamente o mediante internet.
La feria, cara elegante y satisfactoria del mercado, ha sabido asimilar el modelo bienal en beneficio propio para aparecer ante todos como espacios verdaderos de cultura, cuando en realidad se trata de otro tipo de valores, pura performatividad financiera donde el coleccionista es la figura y el fondo verdadero. Y no se trata de satanizar el mercado, pues éste es su lugar en el sistema global del arte desde hace más de 400 años, alcanzado con maestría y eficacia por saberse insertar en economías de vertiginoso desarrollo cuyos componentes esenciales son vistos casi todos como mercancías.
Las ferias son respuestas distinguidas que ciertos grupos de poder dan a la cultura visual contemporánea. Cada vez más numerosas e influyentes, estos eventos comerciales devienen verdaderos espectáculos de muy corto tiempo que opacan en ocasiones a las bienales, pues algunas ferias logran reunir más de cinco mil personas la noche de su inauguración y promediar unas 120 mil en cuatro días de duración.
Al ir de un stand a otro, el espectador, potencial comprador o no, ejercita así su “cultura del zapping”, originada y promovida día tras día desde la televisión y de paso, más o menos, puede tomarle el “pulso” rápidamente a cierta zona del arte contemporáneo como pocos eventos son capaces de hacer.
La bienal, por su lado, obliga a ese curioso, indiferente o avisado espectador a una reflexión mayor, a interrogarse cuando se enfrenta a una obra sencilla, tradicional, o a un proyecto complejo en su proceso, en su estructura. Al mismo tiempo conoce de paneles, mesas redondas, conferencias, debates, que fijan coordenadas del pensamiento en torno al arte, así como performances en varios sitios, sesiones de video proyección, acciones vinculadas con la ciudad.
Tal conjunto implica tiempo, atención para su adecuada apreciación y goce. Pudiera visitarla apresuradamente pero la distancia entre las sedes y espacios que la acogen se lo impediría. En Cuba nos asiste una modesta pero larga experiencia desde 1984 cuando se realizó la primera Bienal de La Habana.
Con sus altibajos en sucesivas ediciones, este modelo de evento ha permitido un contacto real con producciones simbólicas de casi todas partes del mundo sobre la base de una noción de la cultura visual como goce estético y ejercicio de reflexión: esto último, lamentablemente, es lo que falta en la mayoría de las bienales que se realizan en nuestro continente. Todavía prevalece, digámoslo así, una visión “provinciana” de este fenómeno de naturaleza global.
A pesar de que vivimos tiempos difíciles, nuestras sociedades y naciones parecen estar dispuestas, hoy más que nunca, a enfrentar toda clase de desafíos en el continente.
La cultura se alza como uno de los instrumentos más preciados con que contamos para enfrentarlos, pues su riqueza destaca por encima de las vicisitudes históricas y cotidianas que muchos de nuestros gobiernos tratan hoy de superar mediante vías idóneas que nos hagan salir del atraso colonial y republicano que aún pende, y colocarnos así en el estadio de modernización, paz, bienestar y democratización que necesitamos.
Las artes visuales están llamadas a contribuir modestamente a ello desde su lugar en la cultura contemporánea. Su capacidad para generar provocaciones en las esferas estética e ideológica es uno de los más eficaces métodos para adquirir una cierta conciencia del fenómeno: los artistas lo saben, y parte del público… pero no en igual medida. Las bienales apuntan hacia esa dimensión humanista de sólidas implicaciones sociales, no así el mercado del arte.
Por eso es necesario desarrollar al máximo ese evento principal de nuestras culturas visuales, junto a otros de diversas esferas, y no ceder ante la opulencia y el poder del dinero que hoy pretende ordenar y regular tantos aspectos de nuestras vidas.