¿Quién felicita a la Navidad?
En esta época del año, el afán por los excesos puede hacernos olvidar las esencias de por qué celebramos; o cuál resulta el actuar más indicado para la ocasión que merece ser agasajada. Si la palabra navidad tiene su origen en el latín nativitas, que significa nacimiento, bien puede asociarse a lo que viene de la tierra. Entonces, ¿cabe considerar al elemento de donde casi todo nace como principal motivo de regocijo, en tanto recordatorio de gratitud pendiente a lo que nos da la vida?
Un singular modo de humano obrar puede conducir a la respuesta adecuada. El norteamericano Wendell Berry (Kentucky, 1934), escritor de poemas, cuentos, novelas y ensayos, además de granjero y apasionado defensor de la agricultura ecológica, combina armónicamente el ejercicio de su magisterio en universidades estadounidenses con la salvaguardia ambientalista y la preservación de la salud a partir de la alimentación. A él se debe una categórica afirmación: «Comer es un acto agrícola», conceptualización fuertemente vinculada a las comidas navideñas. Véase, a continuación, un breve repaso sobre qué se pone en las mesas en tan señalado momento del año.
A nivel mundial, los actos de comer y beber durante las referidas festividades son hijos legítimos de la identidad alimentaria de cada parte del planeta, lo que ha conformado gastronomías tradicionales distintivas. Vale aclarar, como factor geográfico determinante en la preferencia de los manjares y bebidas, si la celebración ocurre en países del hemisferio norte, donde es invierno; o del hemisferio sur, que es temporada estival. Y en todos los casos, según lo que de la tierra se sea capaz de lograr.
Probablemente, el alimento más representativo de este ambiente invitador a la concordia es la manzana; y, sobre todo, la roja, simbolizada en el icónico árbol, por lo general un pino, donde resaltan las bolas rojas. Además de sano y nutritivo fruto consumido en cualquier época del año, al menos en Cuba —tanto fresca como convertida en sidra (resultante del jugo fermentado de manzanas), chispeante y grata bebida con Denominación de Origen Protegida correspondiente a la región española de Asturias— constituye un componente siempre deseado en las fiestas decembrinas criollas. Pueden integrar también este sano festín frutal, las peras, las uvas y los frutos secos, como nueces, almendras y avellanas.
Momento especial representa comer las doce uvas de la suerte, a la medianoche del 31 de diciembre y al compás de las 12 campanadas que anuncian el advenimiento del nuevo año. Esta es una tradición con atribuible origen elitista francés, extrapolada a España, donde, entre las versiones más lógicas, resalta que a comienzos del siglo XX agricultores de Almería, Murcia y Alicante obtuvieron excedentes en sus producciones y con tal de catalizar la venta y consumo de las mismas, contribuyeron a enaltecer la ya afianzada tradición.
Presentes en la mayor parte del contexto geográfico y cultural iberoamericano, se encuentran las carnes de cerdo y pavo, principalmente en asados, en franca rememoración a este ancestral método de cocción, por lo general efectuado en colectivo. Asimismo, las elaboraciones a base de arroces, leguminosas, raíces tuberosas feculentas —en Cuba y Puerto Rico llamadas viandas—, plátanos y maíz representan componentes infaltables del mosaico alimentario navideño en el Nuevo Mundo.
Con inevitable sentido de afectividad, destacan dos razonamientos en torno a los saberes y costumbres de la cocina criolla cubana, dedicados al cumpleaños de Cristo: la elaboración de postres, con más dulzura que nunca, como los buñuelos de yuca y malanga ralladas, confeccionados con la forma de número 8 —que de no moldearse así, no son los genuinos de la Isla Grande— sin faltarles su «punto» de anís. Y, paradoja de la estacionalidad, son los cascos de toronja y de naranja, frutas cítricas que alcanzan su maduración ideal en un dudosamente llamado invierno y que para su cocción en almíbar «piden a gritos» añadirles unas hojas de la planta del higo que impregnan de interesantes aromas y sabores, pero que lamentablemente escasean cuando más las reclama esta melosa receta tradicional. Y si surgen dudas, remitirse entonces a un pasaje del Diario de Campaña de José Martí: «Me trae Valentín un jarro hervido en dulce, con hojas de higo».
Otro regalo de temporada en la Mayor de las Antillas es el aguinaldo blanco (Turbina corymbosa, Lin.), planta trepadora que crece espontáneamente en todo el país, y que también está presente en varias naciones del Caribe insular y en la América continental tropical hasta México, que se caracteriza por una pequeña pero vistosa inflorescencia blanca. Igualmente es llamada aguinaldo de Navidad, campanilla y campanilla blanca. En varios países de habla hispana, se emplea el nombre de esta planta para diferenciar el pago adicional que se otorga a los trabajadores en esta época del año, como estimulación especial. En alusión a una criollísima miel de abejas, especialmente obtenida del polen de esta flor y su simbólico momento de aparición, versa la siguiente poesía de un bardo lleno de cubanidad:
Obsequio a la piel rural
eres aguinaldo en flor,
preludio de anual albor,
y simiente del panal.
La educación del gusto puede y debe ser leitmotiv de la comensalidad, máxime cuando tiene lugar en razón de celebraciones. Ello debe partir de un loable principio enarbolado por el señor Carlo Petrini, promotor del movimiento mundial Slow Food, desde 1989: «Producir debe ser un acto gastronómico». Conviértase en máxima para los productores de alimentos, a quienes ya se da en llamar los gastrónomos del siglo XXI, arengándolos siempre a lograr materias primas sanas, agradables al paladar, placenteras para el espíritu y en convencida complicidad con lo natural. Qué mejor homenaje a la vida, entonces, que preservar donde se nace y se habita.