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Lo más cubano es siempre lo más universal

fragmentos de las Palabras de Eusebio Leal Spengler, Historiador de la Ciudad de La Habana, el 16 de noviembre de 2011, durante la inauguración del Segundo encuentro Saborear lo cubano, auspiciado por la compañía turística Habaguanex S.A.

Cuando se habla de lo cubano, surge la duda de qué es lo cubano. Y para ello debemos partir de los componentes fundamentales de la alimentación. Si escogiésemos algún país de nuestra América con una mesa premiosa de productos muy originales, iría en primer lugar a México, cuya gastronomía es imponderable; incluso para nosotros a veces, cuando logramos vencer el tabú a ciertas cosas, que lo tenemos. Por ejemplo, a los cubanos no les gusta comer ni comen, y botan con desprecio, la cabeza de la langosta, que en Europa es lo más preciado; siempre y cuando la langosta sea fresca. Y en España, cuando se va a comer una centolla, ese gran cangrejo, resulta ser que se abre el carapacho y todo el contenido del cuenco del crustáceo se prepara, se condimenta y así se sirve. Debo confesar que es delicioso. Nosotros pasaríamos días, si sabemos el arte –tal y como se interpreta en Cuba— de cocinar cangrejo criollo, en la labor ímproba de limpiarlo, prepararlo y hacer una cangrejada cubana, como se comería en Cárdenas, o se comía en el mercado antiguo de La Habana. En México, resulta ser que comen los huevos de determinadas hormigas. En los restaurantes más prestigiosos de la nación azteca, una vez al año y en algunos lugares muy específicos, se hace ese plato incomparablemente delicioso con los huevos de esas grandes hormigas. Es una tradición prehispánica. Y se les llama escamoles, que es como se nombran estos huevos. También comen algo que despreciamos nosotros, que lanzamos con asco al basurero cuando hay maíz tierno y vamos a deshojarlo; esa parte negra que es el hongo del maíz. En México hoy hasta se enlata y debo decir que el hongo del maíz es uno de los platos más deliciosos de la cocina mexicana. Otros pueblos antiguos comen los saltamontes, los grillos y uno puede ser invitado en alguno de ellos, como en Michoacán, a comer un plato enorme de grillos fritos; como en algún lugar de La Habana se pueden comer pechitos o cabezas fritas de camarones, que en otros lugares se botan al basurero. Pero no solo eso: tienen infinitas variedades de maíz, infinitas variedades de calabacines. Comen con deleite las flores de la calabaza; nosotros ni siquiera nos imaginamos eso. Uno va al Mercado Nuevo en México, e inmediatamente encuentra las montañas de flores amarillas para preparar un caldo delicioso, o un rebozado de las flores de la calabaza.

¿Y qué decir del universo de los dulces mexicanos? Podemos atravesar el continente, y nos vamos a Lima, en Perú. En todo el mundo, la comida peruana es hoy un suceso, y los grandes chefs de Perú son acogidos entre los más significativos. ¿En qué se basa ese éxito? Bien, existen una mezcla de elementos, como en México, donde por vez primera el hombre europeo, quiere decir el conquistador, encontró por ejemplo el cacao puro. La cocoa pura, como se tomaba, era amarga, y fueron las monjas en los monasterios las que, agregando leche, canela, almendras molidas, construyeron las diversas variedades de chocolate, todas las que uno quiera comer. En Perú, una influencia china modificó la comida y creó la chifa, la más deliciosa interpretación de la comida china en esa latitud del mundo y que los chinos ni se imaginan. Son los chinos los maestros de la cocina peruana, en su mayoría de segunda o tercera generación, como son los japoneses en Lima o en Sao Paulo, en Brasil, donde en sus grandes barrios sirven los platos que se han mezclado con la comida indígena. Ingredientes en nuestros días universales, hace cinco siglos no se conocían. Por ejemplo, el tomate, que es de Centroamérica; el ají, que proviene de la meseta mexicana; el maíz, que es americano; la papa, que es del Perú; el cacao, que es americano. Todo eso enriqueció la mesa europea; y de entre todos ellos, dos fundamentales cambiaron la historia: la papa y el maíz. En el Perú se cuentan por cientos las variedades de papa... Y es que los antiguos andinos, como no tenían forma de conservarla en el frigorífico, la deshidrataban sobre la base de un proceso de congelar y descongelar, y la convertían en chuño, que son esas papas ennegrecidas o blanquecinas, que vienen como petrificadas cuando entran en contacto con el agua clara y no contaminada de la montaña. Ellos preparan otro plato sabroso con el chuño y otros elementos, como la carne y la grasa de la llama, el más grande animal de su género que existía en el continente. Nosotros no tenemos acceso a la llama, pero sí a la papa. Resulta que en el Perú fue grande la influencia china, y la chifa, lo mismo para el desayuno que para la tarde o para la noche en la cena, es fundamental. En China no imaginarían, fundamentalmente los cantoneses, que sus arroces tan severos y perfectos podrían haber sufrido una modificación tan extraordinaria como la que atravesaron en su paso hacia América. El arroz frito, tal y como se consume en La Habana, como nos gusta, no se conoce en China. Es nuestro gusto. Y el nuestro no se parece en nada al de Perú, porque carece del condimento fundamental que los peruanos utilizan esencialmente en sus comidas y que a nosotros nos es bastante ajeno: el culantro o cilantro. De tal suerte, uno puede llegar a una cocina peruana, con los ojos cerrados, y por el aroma de cilantro ya sabe que está en el Perú. Con el trazado culinario podemos construir la historia de la humanidad. Se dice que Cristóbal Colón realizó su viaje buscando una ruta más corta para llegar a la India... ¿Qué buscaban? La pimienta, el laurel de la India y otros condimentos que solamente eran propios de aquella zona. De ahí la importancia de la comida, ¡la importancia tremenda de la comida! Por ahí anda la cosa, todo ese largo viaje, que es para llegar a nosotros y hacer la pregunta: ¿Qué es la cocina cubana? Dice uno: “Los cubanos no podemos comer sin arroz.” ¡Y tiene razón, a los tres días entramos en crisis, dondequiera que estemos, si no hay arroz! El arroz, sin el cual no podemos vivir, no es cubano. Llegó por dos caminos. Se dice que el Virrey, Capitán General de Santo Domingo, Nicolás de Ovando, Comendador de Lares, ordena que se plante el arroz en La Española, y esa es una vía para llegar el arroz al continente. La segunda, viene por el galeón de Acapulco, que ya en el siglo XVI desembarca en ese puerto y pasa por todo México hasta Veracruz, La Habana, Sevilla. Es el arroz que viene del Oriente, de Filipinas y la China. El arroz se convirtió entonces en parte de nuestra dieta. Y efectivamente, los cubanos no podemos comer sin el arroz oriental, que los árabes cultivaron en España, fundamentalmente en la huerta valenciana. Por eso los valencianos tienen como elemento fundamental su paella y arroz en todas sus variaciones, aunque la más deliciosa, la más apreciada, además de la de conejo, es la paella con los caracoles de la albufera, a las puertas de Valencia ciudad. El segundo elemento: los frijoles negros. En esa simplificación de lo cubano, se dice: “Lo cubano es arroz y frijoles negros.” Así que el frijol negro es también americano. Pero como todo en nuestra América es diferente, en Venezuela se llama caraotas; en Cuba, frijoles. Arroz y frijoles negros. Ese frijol lo conocieron los conquistadores en México, en el mercado más organizado jamás imaginado, visto precisamente en aquel año auspicioso de 1519. Falta un elemento fundamental. Algún cocinero se asombra cuando le pido sencillamente un plato delicioso, elemental, esencial: arroz blanco del bueno, de grano largo, con un gran huevo frito arriba. Ya la calidad del huevo, que sea de Pitu de Caleya, como dicen los asturianos -quiere decir pollo de corral-, o criollo, como decimos en Cuba, o un huevo uniforme, igualitario, y punto.

Entonces, arroz blanco, frijoles negros y huevo. Aquí no había gallinas; los huevos que comieron los indígenas eran los de las aves migratorias. Pero la gallina viene con los castellanos. Si los primeros 36 caballos se plantaron hace 500 años con la caballería que bajo la bandera de Castilla trajo a la isla a Diego Velázquez de Cuéllar, la gallina vino con ellos o detrás. Y desde luego, el gallo jerezano, que trajo también con él la tradición de la pelea de gallos, la lidia pequeña, que es la suerte nuestra, que ya los árabes cultivaron y cuidaron. La gallina de Castilla trajo el huevo que conocemos, y atrás desembarcó la gallina de Guinea, cuyos huevos no gustan mucho porque son pintados y además dicen que son un poco más duros. Los he comido, y me parecen, como los de pato, excelentes, pero el más mórbido, el más agradable, es el huevo de la gallina castellana. Ninguna de las tres cosas que he mencionado son cubanas. Y por último, una costumbre muy cubana es incorporar lo dulce a lo salado, cosa que también hacían los árabes con sus deliciosos platos. Pero falta el elemento de los elementos: el plato nacional. ¿Quién es el responsable de eso? Cristóbal Colón. Los italianos lo llamaron il maiale, pero tiene muchos nombres: el chancho, el cabeciagachao, el cerdo –que es su nombre—, el puerco. Ah, y algo que no comemos en Cuba, salvo en algunos lugares, porque somos muy humanitarios y nos da espanto, nos parece un crimen: el lechoncito que está mamando todavía y tiene a lo mejor veinte libras. El verdadero lechón, el que Cándido rompía con un plato de porcelana allá al pie del puente romano en Segovia, es ese, o el que ha hecho célebre a Botín de Cuchillereos, citado en las novelas del siglo XIX, donde, si se juntasen todos los lechones que han sacrificado, habría que hacer un puente o una manifestación de lechoncillos desde España hasta cualquier punto del continente americano. Cristóbal Colón introduce en Santo Domingo la primera pareja de cerdos, comprados en el mercado de Sevilla, que gracias a Dios se multiplicaron. El puerco marca inclusive en Cuba el valor del dinero. ¿A cómo está en pie? Responden: está a 27, y ese es el valor del dinero, el precio en el mercado. Porque es fundamental en nuestra comida. Por eso, el término o concepto de lo nuestro es lo universal; la patria es una, pero el concepto de patria es americano y universal. Y no vamos a pedir ahora que todo el mundo diga que solamente nos dedicaremos a cocinar lo cubano, porque haríamos impopulares nuestros restaurantes, aun para nosotros mismos. Pero aquí sí tienen que existir, y muchas veces lo he repetido, lugares donde la especialidad se cultive y donde se convoque a certámenes anuales de cocina, donde se den cita los mejores chefs y cocineros que preparen los platos cubanos ancestrales. El arte de cocinar, el arte de condimentar adecuadamente gusta tanto a los cubanos, que nosotros establecimos una tienda en el Centro Histórico, precisamente en el edificio que evoca al mercado del Oriente, y allí van las personas a comprar los condimentos a granel. No cabe la menor duda de que todo lo tenemos que estudiar, y hay cosas esenciales de la comida popular cubana que no se encuentran en ningún lado. Por ejemplo, una minuta, un bistec bien empanizado, algo tan sencillo como eso, que es comida casera cubana. Y así podríamos confeccionar una colección. Exactamente igual sucede con los postres. No hay excusas para no tener un buen boniatillo en un restaurante como un plato hasta elegante, porque lo que ayer como el bacalao, fue popular en el mundo, hoy es comida de ricos. Entonces, si esto es así, tenemos que trabajar, retomar los recetarios de la cocina casera cubana, escuchar el consejo de los sabios. Los tenemos entre nosotros. Ellos han trabajado sin descanso para que la comida cubana prevalezca y para que incorpore a ella, lo que de todas partes del mundo llega y se convierte en algo maravilloso. Nuestros padres españoles nos trajeron el pan, pero no hay derecho a que algunos sigan todavía tratando de importar de España pan congelado para hacerlo en Cuba, lo cual me parece una aberración. Lo que sucede es que ciertas servidumbres y dependencias las ha impuesto ese espíritu genuflexo y esa permanente tabulación de lo que nos toca, lo que nos dan. Aquí, si no creamos, nos equivocamos; ¡tenemos que ser capaces de crear! Concluyo haciendo un llamamiento para que estudiemos la cocina universal y conozcamos la comida de cada pueblo. Los norteamericanos, que están a la puerta, vienen continuamente y son nuestros clientes; llegarán por millones a Cuba cuando se levante el inicuo bloqueo. Ellos no pueden desayunar sin hojuelas de maíz porque ya eso fue inventado en Norteamérica en el siglo pasado por el señor Kellogg, y a partir de ese momento no hay un solo norteamericano que pueda desayunar sin hojuelas de maíz, pero tampoco puede desayunar sin tocineta frita, quiere decir, lo que llaman ellos beicon y nosotros tocino. Y los italianos no se pueden sentar a ninguna mesa a comer una pasta innoble que no sea su pasta bien hecha, con el tomate de América, que es nuestro privilegio. ¿Quién diría en Italia que el pomodoro es de nuestra América? ¿Quién diría en Suiza, en Bélgica o en Alemania, que viven hoy del cacao, que el cacao es nuestro, y que Ecuador es el primer productor de cacao del mundo? ¿Y que en Baracoa, de Cuba, que acaba de cumplir 500 años, la gente buena y hospitalaria, lo que le regalaba a uno prácticamente, sotto voce, era una bola de cacao después de haberlo preparado en casa? Debemos entonces buscar lo nuestro, profundizar en lo nuestro. Estoy evocando un arte que no ha de perderse. Dentro de lo universal, lo particular; y dentro de lo particular, lo cubano. ¡Seamos capaces también de obtener la libertad de la cocina buscando nuestro propio camino, recordando que lo más cubano es siempre lo más universal!