Nadie escribió, ni siquiera en crónicas primitivas, sobre aquella agua incolora y ardiente que hacía huir las penas y enloquecía a los conquistadores hispanos y a los indios esclavizados y encomendados, en los trapiches iniciales que hacían azúcar de color oscuro en el siglo XVI, a partir de la flaca descendencia de la caña de azúcar que trajo Cristóbal Colón al Nuevo Mundo. Entonces, como ahora, en las burdas barricas de cerámica que guardaban estos primeros aguardientes peleones, los esclavos africanos llegados luego vertían para los dioses un primer chorrillo que se decía daba suerte. Hoy todavía en Cuba, cinco siglos después, se mantiene la criolla y simpática costumbre de dedicar a las deidades afrocatólicas el primer trago de cualquier ron de marca o del mejor y más caro gran añejo, por esto de “por si acaso”, contenido en una bella botella de vidrio generalmente color ámbar. Al principio era el aguardiente cañero, el cual hizo las veces de primer sustituto del vino que venía en toneles y que llegaba en galeones desde España, aquel al que los calores del trópico y el bamboleo del Atlántico picaban o transformaba a veces en vinagre. Se trataba de un brebaje tosco y grueso que raspaba la garganta y que invadió las primeras dotaciones de los ingenios azucareros y las tabernas de los caminos, y los puertos, y hasta las residencias de los encumbrados amos blancos. Hoy hasta el aguardientazo, cuyo chorrito muchos derraman para los dioses, puede hacerse y se hace con un brillante aguardiente marca Santero, de excelente calidad y que se vende en el exterior como producto e imagen de Cuba. La marca suele ser utilizada para mezclar cócteles con nombres de santos afro como Changó, Babalú Ayé, Yemayá u otros. En los tiempos actuales, se sigue utilizando el aguardiente natural, como el Santero, y también el agua de coco, el limón y el azúcar, pero con hielo en pedacitos, en ese gustado saoco que se preparaba a escondidas en la dura colonia. No tiene discusión que el auge del aguardiente cañero primitivo, de tiempos de la colonia española, llámese tafia o drake, estuviera ligado ya con la hierbabuena; la grata aparición del ron pues, está vinculada a la esclavitud africana de Cuba y el Caribe, y a la práctica de la santería, por cuanto fue la vida de hombres y mujeres de piel negra el principal alimento de sus hornos durante casi cuatro siglos. La mentalidad del colono hispano, llegado a Cuba con las ínfulas bélicas de la reconquista en la Península, ciertamente los alejó del azadón y del machete para tumbar la caña, y por eso le vino de perilla la trata de esclavos para cultivar la caña y hacer azúcar, alcoholes, aguardiente y ron. Cuéntase que los menjunjes de fuego que arañaban la boca y la garganta, verdaderos cócteles atávicos, llevaban su toque de azúcar y su ramita de yerbabuena para la salud del cuerpo y del alma, aun cuando no había desembarcado todavía el hielo, en los finales del siglo XVIII y siguiente. El aguardiente hacía olvidar, emborrachaba y podía hacer enloquecer, pero no hacía libres a las familias negras. Mas no nos anticipemos. Todavía una centuria atrás no había surgido el ron de Cuba como hoy le conocemos, y ni siquiera en los albores de la gran expansión azucarera de principios del XIX, se hacía notar en demasía. Prueba de que lo que se bebía era todavía aguardiente y de que existía de esa bebida una gran demanda en la Isla y en el Caribe, es el hecho de que cuando Gelabert siembra los primeros cafetos en Wajay, cerca de La Habana, en el último tercio del siglo XVIII, no está pensando en el grano para hacer la infusión caliente, amarga y negra que hoy nos deleita. Lo plantó para fabricar aguardiente, pues todavía en el 1800 no se tomaba café caliente en las tertulias, sino chocolate y, algunos, aguardiente puro. Tal vez con los alambiques más modernos se lograra ya eliminarle ese tufillo a mosto y el fuerte sabor a miel cruda y sin fermentar que traía. Tal vez fuera ya una bebida de salón. Sin embargo, el desarrollo del azúcar era ya indetenible. Entraron más esclavos negros para la plantación cañero-azucarera, se introduce el vapor para los molinos de la caña de azúcar y se cambia para una tecnología de más rendimiento. Así aumenta explosivamente el número de fábricas, que ya no deben ser llamadas ingenios o cachimbos, sino centrales azucareros con todas las de la ley, y se instala el ferrocarril para el tiro de la caña y del azúcar en cajas para la exportación. La liberalidad de la época acepta algún capital norteamericano y coinciden el iluminismo afrancesado y el hielo traído de afuera. Los emprendedores yankees que quisieron recolonizar la provincia de Matanzas en medio de la colonia española, también arriban a Cuba, y hubo entre ellos alguno que intentó dividirla en lotes rectangulares de 40 caballerías de caña con su correspondiente central azucarero, tipificado empeño que se pudo comenzar en los primeros años del siglo XIX, por donde hoy está el país de los agrios, al sur de Matanzas. En los montes libres de Cuba, donde mandaba el Ejército Libertador, solía llevarse a bordo la famosa canchánchara que calmaba la sed y daba descanso después de una incidencia de la guerra: aquello era un cóctel de combate, hecho con aguardiente, un poco de limón y miel de abejas para beber al tiempo. Ya en los finales del siglo XIX, en una mina de hierro no lejos de Santiago de Cuba, se lograba el primer daiquirí con ron blanco, limón, un poco de azúcar y hielo en pedazos. Trabajosamente se emplaza el fin de la esclavitud negra y entonces aparece el paripé de los chinos asalariados; entran las compañías americanas que compran tierras baratas aprovechando la devastación de las guerras de independencia y la intervención militar de EE.UU. en 1898. Fomentan el banano de exportación, los minerales, los ferrocarriles y otra vez la caña de azúcar. Vastas zonas de bosques vírgenes se desbrozan para ser sembradas y entran al país los empobrecidos braceros antillanos y los vistosos turistas de atuendos multicolores, que hasta arribaban por La Habana en el hidroavión que amarizaba en la ensenada de Atarés. Fueron estos últimos los causantes del alza en la demanda de los cócteles con hielo y ron, aunque en un principio se importaron multitud de coctails finos desde Nueva York y Europa. Se expanden los bares de lujo, se deja atrás al aguardiente peleón y aparecen las primeras variedades de ron añejo fino, que se imponen al tiro directo del cognac y el scotch. El crecido mercado de Cuba, con sus eventuales exportaciones, pudo mantener en la sánsara al ron nuevo, entonces emergente. En Santiago de Cuba, en 1862, el catalán Bacardí había comprado las bodegas roneras del inglés John Nunes y los aguardientes nacionales acabaron por barrer los envíos de los de uva y se entronizaron en los nichos de mercado de menor poder adquisitivo; hasta México empezó a recibir ron de caña desde Cuba. La industria ronera nacional rebasa su fase preindustrial y se empieza a envasar en botellas que se producen en serie. En Cárdenas se afinca el alambique moderno del vasco Arrechabala y en Santa Cruz del Norte, en 1919, se inaugura una nueva destilería de alcoholes para un ron mejor que entra a jugar en el mercado de Cuba y en el fabuloso, aunque arriesgado mercado de la Ley Seca, embarcando grandes botijas de contrabando por varios sitios de la costa norte de La Habana, con la anuencia oficial de los jefes navales costeros y apoyo de la mafia italiana. Limitado por las crisis y las guerras, la expansión ronera medía con lentitud el crecimiento de la demanda. El mercado nacional se restringió de nuevo al aguardiente peleón y al ron diverso y barato que algunas fábricas pequeñas y medianas pudieron producir. Se sabía que Cuba podría lograr bebidas de gran calidad, pero esto no pasó de un sueño que apenas llegaba al trago exótico de los bares más conspicuos habilitados para el americano con plata. Todo, hasta que llegó la Revolución, que se logró sin saoco ni yerbabuena con ron. Es cuando se hace posible la necesaria estrategia contemporánea de la producción ronera cubana, por primera vez en su historia de casi cinco siglos, en interés de su competitividad nacional e internacional y sobre la base de su calidad intrínseca, para su más rápida expansión. La definición se puso en juego, en grande, con la marca Havana Club, que hoy le da la vuelta al mundo. Otras marcas, excelentes, se mantuvieron por años y algunas han subsistido, pero ahora los destilados nacionales han adquirido coherencia, ordenamiento y se han ido creando órganos independientes de verificación científica de la calidad. En los tiempos actuales no es posible avanzar de otra manera en los mercados del mundo, y así hoy también y con parámetros equiparables se comienzan las ventas externas del supremo aguardiente Santero y el ron Mulata, de la entidad Tecnoazúcar. Los rones añejo blanco de 3 años y los añejos de 5 y 7 años, además, Reserva, de Havana Club, logrados en las destilerías de Santa Cruz del Norte y Jorge Washington, en las provincias de La Habana y Villa Clara, se comercializan dentro de Cuba, principalmente en el dispositivo turístico, que hoy recibe unos dos millones de vacacionistas foráneos al año, y en la red comercial que funciona en moneda libremente convertible. Otros rones de primer nivel, algunos de marcas antiguas y reconocidas, continúan la reconversión de sus destilerías artesanales y bodegas de añejamiento, y muy en especial de sus sistemas de embotellado, conforme lo exige el comercio en nuestros días. Ahí está el conocido y gustado Paticruzado (Los Marinos), Bucanero y otros aún de reciente salida de sus fábricas, casi siempre cercanas a centrales azucareros e industrias alcoholeras. El sector azucarero nacional, que en los últimos años ha llevado a cabo un proceso de reestructuración y redimensionamiento de sus capacidades, ha definido líneas de desarrollo en los derivados de la caña de azúcar, una de ellas relacionada con la mismísima destilaciòn de alcoholes, aguardientes y rones cada vez con mayores niveles de calidad, como su principal credencial. El crecimiento turístico de Cuba en el último decenio ha hecho crecer la infraestructura hotelera. Se ha potenciado así el consumo del ron superior en el país, en todas sus variantes y particularmente en los cócteles criollos y universales más solicitados, lo que también multiplica la demanda. Recuerdo todavía a Gene Hackman hace pocos años en el filme norteamericano The Firm, cuando para pescar a la belleza que había invitado a Gran Caimán, le ponderaba a esa dama los valores del Añejo Reserva de Havana Club, comparándolo con un gran brandy europeo o un scotch. La costumbre del “poco de ron para los santos”, surgida de la más remota antigüedad negra de Cuba, con o sin significado religioso, hoy se practica por simpatía en muchos lugares, por bebedores noveles y veteranos, conforme el antiguo ritual de los cortadores esclavos. Actualmente, los rones de la Isla no tienen que emplear el ramito de yerbabuena para hallar el camino de Elegguá, porque cuentan con su extraordinaria calidad intrínseca.
Havana Club en el mundo... ¡y en Cuba!
La marca de rones cubanos más vendida en el mundo es Havana Club. La cifra del último año es contundente: dos millones de cajas, de a 9 litros, y ya en la posición número 50 en el orbe, entre los rones añejos más vendidos del planeta, según la revista especializada IMPACT. Y ello apenas en una década de constituida la empresa mixta cubano-francesa Havana Club International, integrada por las firmas Cuba Ron y Pernod Ricard, a principios de 1990, para la distribución mundial de la exquisita bebida. La suprema calidad de estos rones devino desde entonces para la marca, un notable 17 % de crecimiento como promedio anual, en esos primeros diez años de presencia en los mercados del orbe... y en la propia Cuba, donde sus niveles de venta la señalan como líder absoluto. Hoy sus añejos blancos y sus selectos rones más viejos pueden encontrarse en más de 100 países y cada día en más y más lugares, a excepción de los EE.UU., a donde el bloqueo de su Gobierno le niega el acceso comercial. En estos momentos hasta un novedoso cóctel refrescante de ron blanco Havana Club con frutas tropicales, quiebra relampagueante los estimados de demanda e impone records de ventas, en los primeros sitios de Europa y Cuba a donde llega la nueva marca Havana Loco, ahora en rápida expansión.
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