Junto con Memorias del subdesarrollo (1968) se trata de la más internacional de las películas cubanas. No casualmente –que nada lo es– fueron realizadas ambas por el mismo cineasta, el sin par Tomás Gutiérrez Alea (1928-1996 ) aunque en el caso de la que hoy nos ocupa, la realizó a dos manos con su más joven colega Juan Carlos Tabío.
Fresa y chocolate (1993) arribó el pasado año a sus dos felices décadas de existencia, lo cual debe leerse no solo como preferida en una amplia capa del público en Cuba y el mundo entero, sino en tanto receptora de prestigiosos lauros en festivales internacionales, incluida una nominación al Premio Oscar al mejor filme no hablado en inglés.
Valga considerar cómo la presencia de la comida y la bebida que desde su nombre se enuncia, no es en lo absoluto gratuita; dentro de la cinematografía cubana, es de las obras donde tales elementos presentan una fuerte presencia dramática.
La posibilidad de conciliación de falsos contrarios, de convivencia y unión de diferencias, que se aprecia en Fresa y chocolate aparece en la mezcla de los helados. La dualidad de sabores apunta a aquellos, y también, de modo más concreto, a la legitimación de la diversidad sexual –y de todo tipo– que tuvo en el inolvidable cineasta cubano un verdadero y temprano activista.
Ahora, vayamos a temas más concretos: dentro del «saboreo» como previa conquista erótica (o al menos su intento), está la inolvidable escena en Coppelia, la popular heladería habanera, dentro de la cual el seductor Diego disfruta el helado al atrapar un segmento de fresa, mientras explica a un incómodo y «asaltado» David las ventajas de ese sabor sobre el mayormente elegido.
Como bien se ha dicho e insistido, el tropo aquí trasciende una simple escena de flirteo para erigirse en subrayado, además de burlarse de patrones y clisés heterosexistas.
En este internacional y conocido filme, como decía, los alimentos son un poderoso cicerone dieg(t)ético: en las tertulias culturales que organiza el protagonista dentro de su plan educativo al nuevo y deslumbrado –aunque en principio arisco– amigo, el té no es un mero soporte social, sino un verdadero rito, el contexto gastronómico ideal para el diálogo (a veces monólogo) en torno a reflexiones literarias, artísticas y sociales.
Inicialmente fue una simpática coartada para alardear ante amigos del falso logro (la escena del líquido derramado a propósito en la camisa que se exhibe como «prenda» de batalla ganada al ponerse a airear en el balcón de «La Guarida»), pero significa también el refinamiento y la seriedad que va adquiriendo ese «proyecto de conquista», ahora ampliado a zonas que trascienden sus fines primigenios, por parte de Diego hacia David: si en un principio sólo quería ingerirlo como a la fruta del helado con la que juega dentro de una seducción clásica, ahora el plan ha pasado a una absorción más paulatina y a la vez refinada, mientras el joven militante de modo indirecto –e inconsciente– participa en el juego a su aire: ambos ingieren la infusión, como es habitual, a sorbos, delicadamente, metaforizando que, al menos, la relación amistosa marcha a pasos lentos pero firmes, seguros.
Más adelante, cuando tal proceso va afirmándose y ganando terreno, ocurre la famosa «cena lezamiana» donde el gay católico amplía sus territorios digestivos, por extensión, culturales y sociales, a la vez que va depurando y ensanchando sus sentimientos hacia el amigo.
No deja de desearlo, pero si en los inicios el préstamo de libros y el «curso délfico» eran solo pretextos, carnadas para realizar sus fantasías, ahora aquellos han adquirido auténtico sentido de formación e instrucción.
El abundoso despliegue alimenticio y la exquisitez en los ingredientes de la comida (simpáticamente cubanizados o sustituidos para su contextualización) apuntan a esa ampliación en los objetivos iniciales del protagonista, a la consolidación de la amistad, al carácter adquirido por una relación que comenzó siendo un desigual y fallido combate erótico, transfigurado y mejorado en un sólido intercambio humano en sus más amplias gamas, donde la(s) diferencia(s) se complementa(n), lo distinto se iguala en las zonas, mucho más importantes, donde confluye.
Por eso es que ahora en febrero, mes de amores y amistades, que tiende a sugerir brindis con champán, sidra, vino…no sería mala idea, mientras celebramos los 20 años de este filme cubano nacido clásico, hacerlo también con estos dos sublimes helados: fresa y chocolate.
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