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XILITLA, EL SUEÑO INCONCLUSO

 

A UN LUGAR TECHADO POR FOLLAJE VERDE DENTRO DE la selva de la huasteca potosina de México, en el que una humedad opresiva todo lo circunda, llegó un día de 1950 Edward James, escocés riquísimo, pintor aficionado, poeta, escritor y mecenas de artistas.

En 1944, un año antes de venir a México por primera vez, James había pasado temporadas inmerso en el conocimiento del budismo, la meditación y las Vedantas –sistema ortodoxo de filosofía de la India– bajo la tutela de Krishnamurti en Los Ángeles, California, y acompañado del escritor Aldous Huxley. Este mismo autor le mostró algo del territorio de México cuando invitó a James y al psicólogo Erich Fromm a descansar en su casa de Cuernavaca en 1945.

James continuó su aventura en el norte de la República en 1950, con un joven amigo mexicano, Plutarco Gaste­lum. En su compañía se sumergió en las frescas aguas de los nueve estanques naturales intercomunicados por un sinuoso río con cascadas que descienden de los montes dentro de las treinta hectáreas que conforman el rancho cafetalero La Conchita, a las afueras del pueblo de Xilit­la, antiguamente denominado Taxiol Xilitla –traducido a veces como Lugar de Caracoles y otras como Lugar de Pizahuales (una planta local)–, alejado ochenta y siete kilómetros de Ciudad Valles, Tamaulipas, sobre el terreno bajo y caluroso que se extiende frente a las costas del Golfo de México.

Bañándose en esas pozas vio como signo premonitorio el hecho de que uno de sus acompañantes, el texano Roland Mckenzie, quedó envuelto en una colonia de mariposas y se convirtió en “el hombre mariposa”. Edward James había encontrado su santuario particular.

Enamorado del lugar, adquirió la finca a la que paulatina­mente añadió lotes comprados a los vecinos y dedicó el área al cultivo de diez mil orquídeas que, desafortunadamente, murieron en una helada invernal en 1963. Es entonces cuando Edward James (Edward Frank Willis James, naci­do el 16 de agosto de 1907 en Gullane, Escocia y muerto de apoplejía abdominal el 2 de diciembre de 1984 en San Remo, Italia) inicia su fantasía arquitectónica estilo Jungle Regency construida a lo largo de diecisiete años, a partir de 1967 y hasta su muerte, a la que llamó El Jardín del Edén. “Construyo –decía– simplemente porque me gusta ver algo bonito, porque la viva tierra mexicana me lo sugirió. Ya es­taban ahí, yo solo las materialicé. Se me murieron diez mil orquídeas y me hice a la tarea de crear algo más resistente que soportara las heladas.”

La obra en sí es una exhuberancia inacabada, toda cemento y murmullos que producen un efecto melancólico. Despierta en el visitante el asombro a la vez que una sensación de lige­ro miedo y exaltación. A fin de gozar plenamente el espacio se requiere de un período previo de adaptación para aceptar lo inclasificable, monumentos que no se adaptan a los cá­nones aprendidos a lo largo de una vida. El área construida en Las Pozas consta de treinta y seis formas esculturales caprichosas, con fuerte influencia surrealista apoyada en “la certeza del azar”, entre las cuales solamente una tuvo como finalidad convertirse en alojamiento humano: la casa que habitaría James y que, entre sus instalaciones, cuenta con una piscina en forma de ojo para contener cincuenta mil galones de agua. La pupila serviría para el agua caliente y el resto para agua fría.

Su espíritu creativo lo llevaba por caminos varios. Surgía la obra escultórica que despreciaba todos los principios del máximo rendimiento de materiales y recursos económicos privilegiando los ensueños sobre el uso racional del terreno, sin llevar el trabajo a un fin concreto ni a una función espe­cífica. Él mismo escribió la poesía que la acompañaría:

My house grows like the chamber’d nautilus;

After the storm opens a larger room from my

intenser childhood’s sleeping place… where curled,

my head to chest, I felt the grace….

of the first need to grow. My house has wings

and sometimes in the dead of night she sings.

Con obreros y carpinteros que Plutarco Gastelum consi­guió en el pueblo –en ocasiones hasta ciento cincuenta de ellos– dio comienzo la obra. Nunca recurrió a la asesoría de profesionales; James simplemente dibujaba sus ideas sobre papel de estraza, diseños de inspiración vegetal, ex­presión de sus propias obsesiones que se convertían en moldes de madera para ser empleados como cimbra y lle­nados de concreto. Estos moldes eran pacientemente ela­borados por quien fue su carpintero principal, un hombre sencillo de la localidad de nombre José Aguilar.

Empezaron a surgir fuentes, miradores, pabellones, arcos, puentes, escaleras y terrazas que construía “por pura me­galomanía”, con preferencia por lo insólito sobre lo armó­nico y por lo original sobre lo estético. Hay manos que surgen de la hierba, serpientes multicolores que protegen pasillos y flores de lis cerca de contrafuertes que no con­trarrestan peso alguno. Respecto a las curiosas manos en cemento, escribe una vez a Igor Stravinsky: “No podía sa­tisfacer el insaciable capricho de tener manos esculpidas, grabadas, pintadas, bordadas, tejidas y frecuentemente confeccionadas por todas partes”.

Sin un plan preconcebido para cada espacio o para la obra total, dando rienda suelta a su inagotable imaginación, los obreros seguían desorientados y confusos las fantasías del inglés, frustrados al tener que abandonar una construcción sin terminar para iniciar otra con distintas características, pero igualmente alejada de lo convencional. En todas se da importancia únicamente a la forma, sin considerar uti­lidad práctica alguna. Un acto gratuito de extravagancia y afirmación de otro de los postulados del surrealismo, que negaba al arte toda función.

A James le satisfacía sumergir a todos a su alrededor en una actividad frenética aunque esto no llevara a un fin preciso, sino simplemente le proporcionara la ilusión de sentirse productivo. Albañiles que trabajaron con él y viven aun declaran: “No nos dejaba disfrutar un trabajo hasta terminarlo. Lo que hacíamos primero iba a ser una casa, luego una sala de cine para ver la serie de Flash Gordon –favorita de Don Eduardo, luego la jaula suntuosa de uno de los animales exóticos que había traído como leones, tigrillos, ocelotes, papagayos, flamingos y cocodrilos que tenía por todas partes. Llamó a uno de los edificios La Biblioteca y jamás hubo ahí libro alguno.”

Otro obrero, Maurilio García Chávez, rememora: “Eran todas construcciones de capricho. El trabajo incluso no era con­tinuo porque don Eduardo pasaba quince días o un mes en Xilitla y después se ausentaba por largas temporadas. Si no recibíamos más dibujos por correo desde Europa o desde África, todo se suspendía en espera de su regreso. Utilizába­mos enormes cantidades de material siguiendo sus órdenes. Se desperdiciaba mucho por las formas extrañas que pedía, pero era un hombre que no le tenía lástima (sic) al dinero y todos éramos muy bien pagados. Nos reconocía el sábado con raya completa. En esa época los jornales eran de $1.50 a $2.00 pesos diarios y él nos daba de $10.00 para arriba. Trabajábamos por eso muy contentos.”

Nunca permaneció en La Huasteca por largo tiempo y hacia el fin de su vida solo venía unos meses cada año o cada dos años. Pero en cuanto llegaba al pueblo cambiaba su atuendo europeo por un par de huaraches y un jorongo. Apo­yándose en un bastón a sus más de setenta años, con una larga barba blanca flotando en el aire, subía a la zona de las construcciones a revisar los avances y contemplaba satisfe­cho esa obra “toda inacabamiento” como dice el estudioso Xavier Guzmán Urbiola, que él prefería calificar como oníri­ca antes que surrealista. Hacía anotaciones en su cuaderno para elaborar nuevos dibujos, otras columnas de dieciocho metros de altura, otros muros con orificios en forma de lágri­ma, otras escaleras sin fin, otros sueños solidificados.

De la vida de Edward James fuera de Xilitla, así como del origen de su fortuna, poco sabían quienes ayudaron a le­vantar las construcciones en Las Pozas. Quizá Plutarco y su esposa Marina, lo más cercano a una familia que tuvo Ja­mes. Después de la muerte de Marina por cáncer en 1982, Edward James no regresó más a Xilitla.

La fortuna que puso al servicio de su delirio provenía de la familia materna de James, cuya madre (conforme declara­ciones de él mismo) era hija ilegítima del rey Eduardo vii quien, en su juventud como Príncipe de Gales, se había ena­morado de su abuela –Helen Forbes–, una de cinco muy bellas hermanas de familia rica pero sin título nobiliario.

Había crecido acompañado por sus hermanas entre perso­nal de servicio y con poco contacto con su elegante madre, ataviada con modelos de Worth. La anécdota dolorosa que quedó en la memoria del poeta fue aquella del día en el que la madre pidió le trajeran a uno de sus hijos para acom­pañarla a la iglesia. La sirvienta osó preguntar cuál de ellos y la dama respondió molesta: “¿Cómo he de saberlo yo? El que vaya con mi vestido azul.”

Como único hijo varón heredó absolutamente toda la fortu­na de sus padres y la incrementó a la muerte de un tío ri­quísimo a quien pisó un elefante en un safari en África. In­mensamente rico, se dedicó a comprar belleza: patrocinó al coreógrafo George Balanchine (1904-1983) y al compositor Igor Stravinsky (1882-1971) así como a quien se convertiría brevemente en su esposa, la Prima Ballerina de la Ópera de Viena Ottilie “Tilly” Ether Losch. Precisamente al promover la carrera de la bailarina austríaca, para quien hacía guiones y contrataba músicos y escenógrafos, se relaciona con los in­tegrantes del movimiento surrealista, especialmente con Max Ernst, Salvador Dalí, René Magritte y Leonora Carrington.

Patrocina también la revista surrealista de vanguardia so­bre arte Minotaure editada en París por Albert Shira durante trece números esporádicos que aparecieron entre 1933 y 1939. Mientras tanto, se da tiempo para escribir un libro de poesía titulado Los huesos de mi mano y su novela El Jardinero de Dios.

Conservó por siempre el deseo de “sorprender” al estilo de los miembros del movimiento que encabezó André Breton, dedicando su vida a lo inesperado, al complicado negocio de disfrutar la existencia. En la Ciudad de México se pre­sentaba de visita en casa de amigos con una boa enredada al cuello hasta que un día el animal lo apretó a tal punto que casi pierde la vida asfixiado. El hotel Majestic, en el zócalo de la capital, lo alojó con frecuencia y padeció sus excentricidades.

Salvador Dalí dijo de él: “Está más loco que todos los surrealista juntos” pero aceptó su ayuda en 1938 cuando James le asignó mil dólares mensuales para que pintase menos y mejor. Varios de los artistas afiliados a este mo­vimiento crearon piezas que mantuvo en la famosa colec­ción de su castillo de trescientas habitaciones West Dean en el área rural de Sussex, al sur de Inglaterra, como su retrato de espaldas titulado Reproduction Interdite, reali­zado por el artista belga René Magritte (1898-1967).

En Xilitla el concreto armado articulado con varillas de acero se elevó sobre las copas de los árboles en columnas bulbo­sas con retoños y floraciones pétreas, como siguiendo un impulso genético propio, remedando hojas, semejando tron­cos en una “arquitectura integrada a la naturaleza”, según la describía su excéntrico constructor. Al simple concreto se le pintó en verdes y amarillos, o se le añadieron piedras de colores como acabado. Surgieron jardines rodeados de tapias que encierran otros jardines: “laberintos de deseos solidificados” (catálogo de la Gran Exhibición Surrealista In­ternacional de 1938 celebrada en París, Francia).

Aparecieron puertas que abren hacia un muro sólido, así como escaleras que no conducen a ninguna parte y rema­tan en el vacío; son habitantes de la espesura que hacen compañía a los helechos, a las higuerillas y los sicomoros, al cedro rojo y al chalchihuite así como las florecillas silves­tres del área llamadas “chicos” entre los que se deslizan las serpientes coralillo.

Las habitaciones diseñadas por James se hallan perenne­mente abiertas a la luz y a los trinos de las aves. Sus edifi­cios crecieron protegiendo los árboles, sin destruir su entor­no, mientras el dueño paseaba solitario entre las sombras al final de la jornada. Y las bautizó con nombres poéticos: Casa de Tres Pisos que Pueden ser Cinco; Casa con Techo Pareci­do a una Ballena; Puente de Flor de Lis y Cornucopia.

Característica común en las diversas casas son las estrechí­simas puertas diseñadas así, según su dueño, para “mante­ner fuera a la gente gorda”, y el leve murmullo del agua que les acompaña mientras cae en los estanques, prosigue en el río y se vuelca en las cascadas. Por todas las ventanas sin cristales se filtra la luz, se oyen los trinos de los pájaros y entra el aire fragante de la selva.

Sin paredes e igualmente vacía de función y muebles, la construcción más alta llamada La Casa de Tres Pisos que Pueden ser Cinco, rememora los conceptos visuales inolvidables de M.C. Escher (1898-1972) o del genial ar­quitecto catalán Antoni Gaudí (1852-1926). Desde ahí se contempla el espectáculo esmeralda del entorno que en­vuelve hasta casi ocultar la materialización de los sueños del inglés poeta.

Hoy, las construcciones han perdido casi por completo el colorido de su pintura. Varillas herrumbradas coronan muros inacabados. Los animales han desaparecido y la selva devo­ra la zona semi-sepultando los diseños fantasiosos. Ya dice Juan Manuel Rivera Madrid que es “incómodo pensar que el hombre ha soñado siempre en construir a perpetuidad. To­dos los pueblos han visto caer pueblos y ciudades reducirse a cenizas. Nada es eterno. Hay una imbecilidad monumental en cada arco de triunfo.”

MARTHA ZAMORA